Serie: Deserción escolar en Honduras // Historias
Los Pérez (les llamaremos así para proteger su identidad real) eran una familia de escasos recursos, pero que luchaba por mejorar sus condiciones de vida. Un padre trabajador y entregado a su familia, una madre dedicada a sus hijos y a su educación y cuatro niños que veían el futuro como algo en lo que tendrían la oportunidad de destacar si todo les salía bien. Pues como a mucha gente, algunas cosas no salen bien y es aquí donde comienza su tragedia.
Una tarde, miembros de una banda que se dedica al crimen organizado interceptaron al padre de los Pérez para ofrecerle un “trabajo” como cobrador de impuesto de guerra y administrador de los ingresos de la venta de drogas en el territorio. El padre se negó y esto trajo un ultimátum con el lapso fatal de tres días para que decidiera tomar el “empleo” o huir del sector antes de que le dieran “luz verde” (autorizar su ejecución), junto con su familia. El jefe del hogar decidió rechazar la oferta.
Una noche, antisociales armados llegaron a su casa amenazando con entrar y asesinarlos a todos si el padre no salía. Con la reacción de un progenitor que no quería ver morir a sus hijos junto a él, el señor Pérez se condujo por la sala de su casa, abrió la puerta y extendió las manos suplicando clemencia pero diciendo: “¡aquí estoy yo! No le hagan nada a mi familia.” La advertencia derivó en un estruendo provocado por la balacera que como avalancha sobrevino en la humanidad del señor Pérez. Acto seguido, los delincuentes escaparon exclamando: “Ya está muerto, le dimos varias veces” y fue ahí donde comenzó la oscura noche de estos hondureños.
El señor Pérez sobrevivió al atentado, pero tres disparos le hicieron perder fuerza en la musculatura de uno de sus brazos. Ya no podía trabajar como antes. La necesidad obligó a los Pérez a huir de su comunidad, abandonar su casa y dejar todas sus pertenencias.
Sus vidas tomaron un giro de desplazados –no por guerra, sino por violencia- y durante un año y medio, los Pérez se escondieron en un pueblo del interior del país para evitar ser cazados por los pandilleros que tenían la misión de eliminarles, solamente por la negativa de no ser servidores de una estructura criminal.
Una vez de vuelta en la capital su nueva realidad los obliga a dedicarse a actividades que dejan muy poca ganancia, como ser pepenadores o pedir propinas por “echarle un ojo” a automoviles ajenos.
Los hijos de los Pérez estudiaban la primaria en una escuela del barrio en el que habitaban, pero esa historia también llegó a su fin. Los cuatro menores tuvieron que abandonar la escuela formando las filas del más de un millón de niños, niñas y jóvenes bajo la categoría de deserción escolar. La vida nunca volvió a ser la misma para los hijos, sin acceso a educación y sin futuro, más que sobrevivir de las pandillas.
Durante un año de estadía en el interior del país, la hija mayor de los Pérez resultó embarazada luego de una relación sentimental y ahora carga a un bebé en sus brazos a sus 18 años de edad, cosa que puede hacer más difícil su regreso a las aulas de clase. Ella estudió hasta el sexto grado de educación básica y no avanzó más. Ahora tendrá la responsabilidad de un hijo, sin pareja y sin ayuda del Estado hondureño, lo cual incrementa aún más el riesgo social de ser víctima de violencia y pobreza.
El segundo hijo, de 17 años de edad en la actualidad, se estancó luego de aprobar el séptimo grado. La tercera y la cuarta hija de los Pérez están matriculadas en cuarto y primer grado, respectivamente, pero asisten a clase con algunas dificultades debido a los limitados recursos económicos de sus padres, puesto que el dinero que entra a casa no supera los 200 Lempiras diarios (8 dólares), habiendo en ese hogar siete bocas que alimentar. Las dos pequeñas están en gran riesgo de retornar al oscuro vacío de la deserción escolar y sus padres hacen un verdadero esfuerzo para que los lápices, cuadernos y tareas sigan siendo parte de su día a día, pues son conscientes de que la educación les hará tener mayor probabilidad de mejorar su calidad de vida.
Una de ellas recibió una camisa del uniforme de su escuela porque sus padres no pueden comprarla; la otra, asiste a clase con ropa de color, volviéndose “especial” entre sus compañeros, pues todos visten el uniforme de reglamento.
La hija mayor de los Pérez quiere obtener una licenciatura en administración de empresas y aunque su escolaridad refleje siete años de retraso en comparación con su edad, no pierde la esperanza de cumplir con lo que ella confiesa es “su sueño de vida para trabajar en una oficina”.
El segundo hijo de los Pérez es más pesimista. Dice que no cree que vuelva a la escuela, pero asegura sentir ganas de aprender sobre mecánica automotriz; quizá una salida para él sea la educación técnica, para la cual podría ser óptimo todavía.
Esta familia vive con muchas necesidades. La ocupación del padre es ahora de recogedor de botellas de plástico y latas, las cuales tienen un costo de 10 Lempiras por 32 latas, lo que representa 0.40 centavos de dólar. Un esfuerzo enorme por una remuneración casi intangible.
Pero sus necesidades van más allá de una casa decente, un ingreso sostenible y sustancioso mes a mes, o la garantía de una buena salud (nada que esté por encima de sus derechos básicos); ellos necesitan la paz que en más de cuatro años no han tenido. Necesitan la certeza de que la educación de sus hijos pueda ser una oportunidad para toda la familia.