El sistema político hondureño muestra su máxima disfuncionalidad en tiempos de elecciones, y
eso se debe a que la democracia electoral desde el Golpe de Estado de 2009 aún sigue
buscando su identidad. A pesar de estar llegando al décimo proceso electoral consecutivo (más
elecciones que Chile, por ejemplo), seguimos estando entre los países más políticamente
inestables de América Latina. Y unas de las razones de origen están en las reglas de la
democracia electoral; y por regla, no solo me refiero al marco jurídico, sino también a la cultura
política.
Actualmente, nos encontramos inmersos en el período electoral con las cíclicas tensiones y
crispaciones que nos caracterizan, pero con una marcada secuela “post-Golpe”, donde las
reglas electorales se alejan cada vez más del pacto entre el Bipartidismo tradicional y se acerca
a la hegemonía política, dado la falta de una oposición consolidada y articulada. Esa misma
hegemonía política, explica el hecho que no se hicieron reformas electorales y tampoco se
materializó el plebiscito en torno al tema de la reelección presidencial, pues mientras un partido
político se beneficie de las debilidades y fracturas de los demás, no habrá necesidad de
reformar o consultar.
Para los que buscan un cambio en las relaciones de poder, representados principalmente por el
Partido Liberal y la Alianza de Oposición, rechazar la hegemonía del Partido Nacional, implica
la estrategia de anunciar un fraude electoral. Además del momento político –a un mes de los
comicios- lo confuso de todo esto es que siguen siendo las mismas reglas electorales de la
elección pasada; e inclusive, las mismas del 2005 en las que el ex Presidente Mel Zelaya salió
electo.
Denunciar un fraude es reflejo de la necesidad de hacer reformas profundas a la legislación
electoral y al mismo Tribunal Supremo Electoral (TSE). Pero también es una muestra de lo que
nos depara después del 26 de noviembre en el caso que el Partido Nacional salga adelante con
su reelección, en donde la oposición mantendrá el argumento de lo ilegal, fraudulento e
ilegitimo que serán los resultados electorales y esto se trasladará al gobierno que surja –no nos
debe sorprender entonces la estrategia de descalificar o enaltecer el rol de los observadores
internacionales.
Uno de los fenómenos más políticamente complejos en estos últimos cuatro años, han sido las
relaciones interpartidistas en el Congreso Nacional. Ahí han confluido manifestaciones de
hegemonía política, ingobernabilidad y los tradicionales pactos entre rivales políticos cuando ha
habido intereses y botín por compartir (por ejemplo, Corte Suprema de Justicia, Tribunal
Superior de Cuentas, Unidad de Política Limpia). Parece ser que esa misma confluencia de
poderes antagónicos se ha trasladado al sistema electoral, magnificado aún más por el riesgo
de cuatro años más en la “llanura” o cuatro años más de “continuismo”. La pregunta que nos
debemos hacer es: ¿seguirá la ruta de la hegemonía política o se darán los tradicionales
pactos de “gobernabilidad”? Al final, no se trata de qué es lo que se gana con no negociar y
pactar, sino más bien, qué es lo que se pierde.
Mientras tanto, nosotros los ciudadanos estamos en la línea de fuego. Esperemos que la
sensatez y la madurez prevalezcan…