Se sentó a esperarlo mientras afilaba un cuchillo de cocina. Pasó cinco horas pensando en el plan perfecto para matarlo. Acuchillarlo por la espalda o en el corazón o quitarle el arma que lleva siempre al cincho y dispararle.
Ella quería una muerte lenta, quería verlo desangrarse y que oyera todo lo que tenía que decirle. Tenía que decirle que lo mataba por los golpes de cada noche, por obligarla a tener sexo con él, por mantenerla vigilada, por aquel día que llegó tan borracho, le pegó con el arma en la cabeza y la dejó en coma tres días.
Fátima recuerda esa noche. Ella es alta, de ojos grandes color miel, guapa y negra. Recuerda y sonríe como aquella noche mientras esperaba a Pedro, su esposo.
Cuando oyó la puerta de entrada de su casa en la isla de Roatán, en el caribe hondureño, escondió el cuchillo detrás de su espalda. Lo escuchaba caminar borracho, atravesar la sala, el comedor, subir las gradas, pasar por las 5 puertas de las habitaciones de sus hijos, que no dormían en casa, y finalmente entró a la habitación. Y dijo la misma frase de todas las madrugadas “quítate la ropa que vamos a hacer el amor”, pero esta vez ella no obedecería.
Agarró el cuchillo, se lo metió una vez en el pecho y lo jalo hacia abajo. Pedro cayó al suelo y ella lo dejó ahí, lo vio desangrarse. Le habló de su dolor y estaba dispuesta a dejarlo morir. Pero se apiadó de él, lo hizo por los 12 años que llevaba casada con él, porque es el padre de sus hijos. Le quitó la pistola, las joyas y la billetera; lo subió al carro y lo llevó al hospital.
Aquella herida merecería 64 puntadas y Fátima sonríe cuando lo recuerda.
Cuando tenía 10 años, Fátima llegó a vivir a Roatán. Hasta entonces, vivió en Miami, Estados Unidos, donde vivía con su madre. Iba a una escuela privada y jugaba con sus primos cada tarde.
Un día, un hombre llegó a la vida de su madre y Fátima ya no tuvo lugar. En Roatán la recibió su abuela, una señora en silla de ruedas, y esa sensación de soledad.
Un mes antes de cumplir 13 años apareció Pedro, un hombre 31 años mayor que ella, que vivía a solo dos casas de la suya. Fátima iba camino a la escuela y él ofreció llevarla. Empezaron a verse todos los días, nadie sabía de esa relación.
La sensación de soledad se hizo mayor cuando su abuela murió entre sus brazos justo un año después de conocer a Pedro. Fátima a los 14 años quedó sola en la isla.
Dos meses después de la muerte de su abuela, quedó embarazada. Y esa fue la solución a su soledad. Pedro le pidió que se casaran.
Fátima abandonó la escuela y se dedicó a planear una boda que además sería su fiesta de quinceañera. Todo estaba listo, un hotel exclusivo a la orilla de la playa de Roatán, música y comida y bebida para 500 invitados. Además de un vestido blanco hecho a la medida para ocultar un embarazo de 6 meses.
Ella sería una más del 30% de jóvenes hondureñas que contraen matrimonio antes de los 18 años.
Fátima tenía lo que quería, una casa enorme, un carro, una hija que le hacía compañía y un esposo que le daba lo que necesitaba, al menos eso creía. A los 21 años, ya había dado a luz a cinco niños y Pedro ya no estaba ahí, se iba de fiesta, con otras mujeres o estaba trabajando.
“Es que él es de Sonaguera, Colón”, dice Fátima, como si eso describiera a Pedro con su pistola siempre al cincho, con su idea de que las mujeres solo sirven para cuidar la casa, criar a los hijos y atender a su marido.
Su vida era esperar a que los niños regresaran de la escuela y hacer las compras. Con los años esa tarea también se convirtió en un martirio. Pedro siempre tenía gente que la seguía y cada vez que hablaba con un hombre, su teléfono sonaba:
– Ni se te ocurra llevar a ese cerote de camisa roja a la casa. Yo sé que sos una puta y coges con todos.
Pero a veces era peor que una llamada. Pedro llegó a secuestrar a un pastor de Roatán porque había hablado con su mujer. Llevó a Fátima al cuarto donde lo tenían secuestrado para que viera la tortura y le repetía:
– Para que veas que solo sos mía. Vos te volves a acercar a un hombre y esto seguirá pasando.
Fátima no hizo nada. Ella creía que Dios lo iba a castigar por todo lo que había hecho.
Huir, la única solución
No pudo matarlo, tampoco pudo evitar que la siguiera golpeando. De pronto el dinero y “la buena vida” ya no fueron suficiente. Fátima empezó a pensar en una forma de huir.
Lo primero era alejar a sus hijos. Así que un día llamó a su mamá en Miami y le preguntó si podía recibir a sus tres hijos mayores. Los niños creyeron ir de vacaciones. Fátima sabía que era un cambio para siempre.
Pasaron los meses y el plan no avanzaba. Él siempre tenía gente que la seguía, siempre sabía dónde estaba y cada día tenía más restricciones para salir. Hasta que se dio cuenta que cuando iba al banco, Pedro no mandaba a nadie a seguirla.
Empacó su maquillaje, sus pelucas y toda la ropa que nunca había usado en un maletín de mano. Llamó a Pedro y le explicó que iba al banco, que si apagaba su celular era por eso. Se aseguró de que nadie la estuviera siguiendo, una y otra vez. Llegó a un restaurante donde estaba una amiga parecida a ella, guapa, alta, delgada.
Cambiaron de ropa y de peluca. Fátima se subió al carro donde estaba el esposo de su amiga. Su amiga se llevó su carro. Llegó al aeropuerto, sabiendo que dejaba a sus dos hijos, pero ya no podía soportar el maltrato.
Tegucigalpa era su destino.
Por la libertad
La Negra se sentó en el bar de un restaurante en Tegucigalpa. Llevaba casi un mes en la ciudad. Los moretes en las piernas y las heridas de su espalda ya habían sanado, así que decidió usar un vestido corto Con sus ojos miel observaba a cada hombre en el restaurante. Esa noche sería su primera vez con otro hombre.
– ¿Cuánto cobras, mamita?
– ¿Cuánto ofreces?
– Depende de lo que me vayas a hacer, dijo el hombre.
– Yo hago de todo por 5 mil lempiras.
Salieron del restaurante tomados de la mano y caminaron hacía un hotel cercano. Era la primera vez que la Negra se desnudaba frente a un hombre que no fuera su marido. Necesitó fumarse dos porros de mariguana para atreverse. Se desvistió y tuvo sexo con él, pasó la noche a su lado y al despertarse sintió asco de ella misma.
El asco no importó cuando recordó que la noche anterior había metido en su cartera una bolsa de billetes que el hombre llevaba. La bolsa que se robó tenía 50 mil lempiras.
Lo que pasó esa noche no tenía ningún parecido con su primera vez con Pedro. El día de su cumpleaños número 13, Pedro la había llevado a una lujosa habitación de hotel donde había vino, rosas y velas. Pasó la noche junto a él y todo era perfecto.
Pero eso ya no importaba, esa primera vez con otro hombre se convirtió en su rutina de cada noche. Era su manera de ser libre, de ser ella quien tenía el control.
Su técnica de control mejoraba cada noche. Se hospedaba en hoteles del centro de Tegucigalpa, seducía a los recepcionistas con dinero y drogas y luego empezaba a llevar a sus clientes, que pagaban para ser usados, sin darse cuenta.
La Negra cobraba 5 mil lempiras por adelantado, en la habitación les vendía drogas. Siempre llevaba marihuana, crack y cocaína. Cuando llegaba el momento de tener sexo, la Negra mandaba a su víctima al baño porque ella “no chupa pijas sucias”.
Ese era el momento que aprovechaba para agarrar todo el efectivo, hacerlo un rollo y meterlo en su vagina. No todas las noches el plan funcionaba y algunas veces tuvo que golpear hombres, así como la golpearon a ella. Otras noches solo quería tener sexo, y ese cliente nunca se convertiría en víctima.
Pasó 2 años y 6 meses huyendo de Pedro. Ella odiaba a los hombres, porque su madre la abandonó por uno, porque fue uno quien la embarazó, porque fue el mismo el que la golpeó, la violó, le quitó su libertad. Y finalmente porque fue culpa de otro que ella terminara en la cárcel.
Ese hombre, un amigo, le pidió que fuera por un paquete de dinero el 4 de septiembre de 2012 y todo era un engaño. La policía la estaba esperando con un paquete falso, de esos que tienen billetes encima y periódico adentro.
La Negra odia a los hombres porque después de 9 meses encerrada en la cárcel, Pedro la encontró y le ofreció sacarla de la cárcel, a cambio de regresar con él y aguantar sus golpes, sus amantes, su encierro, otra vez.
Ella ya no le tiene miedo a Pedro y solo piensa en recuperar a sus hijos cuando salga de la cárcel. Es cuando piensa en ellos que se arrepiente de no haber escapado antes, de no haber dejado que su mamá mandara a matar a Pedro. Es cuando recuerda eso que cierra los ojos y pide que cuando sea libre, Pedro ya esté muerto.