Nadie sabía por qué el niño Mario no decía ni una palabra y respondía a todo con una mueca que alguna vez fue una sonrisa inocente. Quizás porque los árboles aquí son altos y trepar descalzo, como él hacía cada día, no era fácil. Se empieza por vender los mangos sin sal porque pagar 2 centavos por una bolsita para darle sabor a la fruta es más de lo que muchos pueden permitirse y podía haber terminado con una pistola en la mano. A principios de los 70, el niño Mario caminaba decenas de kilómetros cada día con un guacal lleno de fruta por cabeza. No recuerda cómo escogió esa casa verde del barrio Buenos Aires donde todas las tardes se detenía y, a través de la ventana, como si las telenovelas mexicanas fueran algo maravilloso, se pasaba horas absorto mirando al televisor. El niño Mario estaba solo. Buscaba una trama para la historia de su vida.
El barrio Buenos Aires.
«El cielo está clausurado, ya no se puede conectar nada». Con esa poesía expresan su miedo los habitantes del barrio desde comienzos del 2013. La verdad, en Tegucigalpa, se lee entre líneas. El barrio cambió de dueño; a Carlos “matarrata” Irias lo asesinaron. Y a su hijo. Y a su mujer. Y a sus narcomenuderos, a sus guaterillos, a sus poquiteros, a sus piedrolos. Uno por uno, alguien los desapareció. Dejaron de vender mierda y empezó la escasez. Cerraron los portones de los callejones que llevan al Cielo. Al lugar que los drogadictos todavía consideran su paraíso aunque ya no sea la finca preciosa y selvática que una vez fue para convertirse en un colgajo amenazante que cualquier día podría derrumbarse sobre el río Choluteca por el peso de las de casas desvencijadas.
En los setenta a la parte profunda del barrio Buenos Aires le llamaban Punta Caliente y décadas después la temperatura sigue subiendo como en una caldera. El nombre permanece. Se quedó pegado en la ropa de la gente. Entonces, la vida aquí era diferente. Más simple. Las aceras eran de todos incluso cuando caía la noche. Los hogares, ni siquiera al final del día, necesitaban convertirse en guaridas. Las fronteras que ahora se ven como un manchón difuso en su memoria eran claras e inviolables. Los que allí vivían estaban de acuerdo con la manera en que determinados grupos de amigos se repartían el terreno y caminar de un barrio a otro no pisoteaba los acuerdos de nadie Lo importante era no mostrar superioridad donde no la había. Nadie -o casi nadie- moría por eso.
Esa comprensión del espacio llegó a convertirse en patrimonio intangible de los barrios de Tegucigalpa. Una división, marcada por barrotes de cristal, tan transparentes como firmes, que varias generaciones de jóvenes labraron como en un juego. Y algunos de esos muros todavía se respetan.
Los de arriba, El Bosque, pandilleros asociados.
Cada 3 de mayo sus habitantes celebraban el día de la cruz y el torofuego perseguía a mediomundo. Lanzaba rayos y resoplaba petardos mientras la gente se defendía con agua. La piel de junco de la bestia de madera siempre terminaba quemada. El olor del aserrín de pino que sepultaba las calles todavía retrocede el tiempo para los niños -ahora de treintaytantos- que jugaban allí. Aún se recuerdan los banderines colgados del tendido eléctrico y la pólvora, pero la pólvora buena, la que puede arrancarle un dedo a un niño o provocar quemaduras de segundo grado o incendiar una casa, no la que venden en contenedor de metal y tapa de plomo, esta no la recuerdan. O no quieren recordarla.
En 1970 -otro gallo nos cantaba -recuerdan convencidos los hombres en sus conversaciones de esquina.
-Era mejor todo, cuando las doñas hacían los rezos para el niño Jesús y chupábamos mistela en la calle mientras jugábamos naipe hasta la madrugada -añaden, tristes, los ancianos.
Esta tradición murió con las grandes matriarcas, las respetadas, las mamás/abuelas/madrinas de todos en El Bosque. Ahora, los que mandan son menos pero disparan más. A los vecinos que resisten se les ve desde lejos la expresión en la nostalgia.
-Permiso para hablar mi sargento Chalo -le dice alguien en tono burlón, mientras se acerca a la esquina en El Bosque, frente al expendio en el que venden guaro donde Chalo tiene su campamento base.
-Te me estás insubordilando, recluta. 10 pechadas abajo, ya.
-Nombe, mi general, solo quiero hablar con usted para invitarle un octavo de guaro.
-habla pue, te lo voy a aceptar.
Chalo fue TESON (Tropas Especializadas en Selvas y Operaciones Nocturnas), de esos militares que se quedaban meses abandonados en una montaña y sobrevivían sólo con un cuchillo, un contrainsurgente: «de esos que son malditos», explican quienes lo conocen mientras bajan la voz y miran de reojo a los lados. La chaqueta del uniforme militar que lleva puesta, con el camuflaje raído y la gorra negra, sucia de tanta calle, que nunca se quita, también habla. Ha perdido facultades por abusar de las drogas, las maltrata, de día y noche se aprovecha de ellas tal vez para olvidar sus penurias en la milicia, el relato que siempre termina abriéndose paso entre balbuceos y escupitajos de bolo. A Chalo, ya sólo le quedan las historias de su antiguo cuerpo descomunal y como lo construyó. Bajo la lluvia, a trompadas, a fuerza de verga en la «jura». Con casi 60 años aún recuerda muy bien como ponía orden en el barrio. Los pocos que quedan vivos de la época y de la calle, los que no se fueron mojados, también. Concuerdan en que él, como que les entrenaba. No están seguros de su método, pero saben que de algo sirvió.
-Si te lo encontrabas por la calle tenías que hacer 10 lagartijas o 10 pechadas pa´ que no se pusiera bravo…al suave te ponía fuerte -recuerdan los viejos asintiendo como para convencer que el costal de huesos envuelto en la chaqueta camuflada fue alguna vez una potencia pugilística.
A la sombra de Chalo, en los setenta, en el Bosque crecieron algunos de los grandes, «los mayores» como les dicen ahora a los de cincuentaytantos años. Unos bestias que a los puños median su tamaño. el Mundo, Lico, Ricky Moe, el Mongo, Lucas y otros veinte que formaban La Unión de Pandilleros Asociados (UPA). Su patio era El barrio de agua: como les dicen en Tegucigalpa a todas las zonas con muchas vertientes de agua naturales. Así desciende el barrio El Bosque desde las faldas del cerro El Picacho, con agua, coca y crack.
Lo que comenzó como un asentamiento de mineros del siglo XVI o una invasión a terrenos del estado en 1920, en la década de los cincuenta ya era una finca de árboles de mango a los que muchos niños Marios se subían. Las caricias del progreso comenzaron a notarse con la construcción de la calle millonaria -llamada así por su perfecta construcción empedrada y tamaño imponente-, el servicio de alcantarillado, casi dos décadas después, y la pavimentación de la avenida eterna -que funciona con reparaciones mínimas desde entonces-, oficialmente llamada avenida España.
Así el palenque quedó listo para los más gallos. A la Unión de Pandilleros Asociados del Bosque, el barrio de arriba, sólo les quedaba montar las fiestas y defenderlo.
Los de abajo, Vagos asociados.
La placa de vidrio atornillada a la fachada dice: «A instancias del presbitero Don Jvan Fran.co Marquez se colocó la primera piedra de la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores en 1732” en la plaza del mismo nombre. Fue construida por Los Pardos, descendientes de esclavos africanos que se mezclaron con los europeos y los amerindios que trabajaban en las minas de Tegucigalpa.Los Pardos hicieron el trabajo duro y finalizaron la obra en el siglo XIX; igual que abonaron la tierra para que creciera El Barrio de Los de Abajo o El Barrio Abajo como le dicen ahora.
En la década de los setenta La Unión de Vagos Asociados (UVA) reclamaba la propiedad del Barrio Abajo -parte del barrio Buenos Aires- a golpes o palazos. Porque es su terrenos, sus fiestas, su casas y las de sus mujeres. Nadie de otro barrio, de «otra raza», podía cortejar a sus mujeres. Poseer un sitio no es cuestion de documentos legales.
Los setenta. El niño Mario. La pelea.
«When I was back there in seminary school , there was a person there who put forth the proposition that you can petition the Lord with prayer…»
Una sierra eléctrica ahuyenta a los pájaros del tejado y las esquirlas de un trozo de madera vuelan con ellos.
«Petition the Lord with prayer!».
Él busca unas pulgadas que se extraviaron en sus apuntes escritos sobre una hoja de un periódico viejo del 2012.
«You cannot petition the Lord with prayer!».
Cuarenta años después, el niño Mario sigue allí, en El Bosque, ahora en una carpintería, escuchando a su predicador favorito. Igual de esbelto que cuando trepaba árboles en en los setenta, igual de absorto que cuando miraba telenovelas mexicanas en los 70. Un pañuelo de Harley Davidson cubre las canas de uno de los últimos chavalos de la Unión de Pandilleros Asociados pero él lo recuerda todo con claridad.
«…You know the day destroys the night. Night divides the day. Tried to run, tried to hide…», la sierra interrumpe de nuevo «Break on through to the other side!».
Su taller está frente a la iglesia que construyó con tabla de orilla el padre Pereyra, donde hacían las fiestas que se escuchaban a lo lejos:
«Break on through to the other side!…
Chased our pleasures here, dug our treasures there.
Can you still recall? Time we cried.
Break on through to the other side…», se escucha como si The Doors dieran un concierto a la sombra del árbol de ceiba donde los chavalos de la UPA se reunían hace tres décadas «Break on through to the other side!».
Solo las brasas de los cigarrillos logran verse en la oscuridad de la casa. Entre los bultos que saltan alguien distingue a un extraño brincando con los demás.
«Everybody loves my baby!, Everybody loves my baby!, She get…», lo ignoró por un momento.
«She get high!», los cuerpos colisionando aplastan las estelas de humo:
«I found an island in your arms, country in your eyes, arms that chain us, eyes that lie.
Break on through to the…», unos alaridos que no fueron los de Morrison interceptan las notas de Manzarek-Krieger-Densmore.
Aquel día, al extraño lo expulsaron arrastrándolo de la camisa, lo lanzaron desde las tinieblas, rebotó en la penumbra y se detuvo sobre los pies de sus compañeros de pandilla, los de la Unión de Vagos Asociados, a la luz de la calle millonaria.
-Esa fue de las últimas peleas aquí en El Bosque -recuerda el niño Mario- cuando las peleas eran a puño limpio y no sabían de pistolas ni machetes. Dos empezaron el vergueo: uno de arriba y otro de abajo. Por suerte no aparecieron los de «La Tropa Loca» del Reparto…allí si se hubiera armado una de muertos.
El de abajo se sacudió el polvo y como si fuera una marioneta sus amigos de la UVA lo pusieron en pie. Su contrincante de la UPA ya estaba al frente para cuando se reincorporó. Todos retrocedieron como en una coreografía, les dieron aire y espacio. Unas patadas y veinte minutos después «El DIN» -como le dicen a la antigua Dirección Nacional de Investigación- disolvió el tumulto con unos cuantos disparos al aire.
-La onda de la mariguana ya había empezado y desde entonces la raza como que se fue calmando poco a poco -recuerda el Niño Mario. Unos se fueron mojados, a otros los mataron por pedos de afuera del grupo y otros quedaron locos de tanta mota. Así se fueron muriendo las razas.
Los ochenta. Los mojados.
El 6 de enero de 1980 Fredy «La Mole» entró en el 1er. Grupo de Fuerzas Especiales del ejército. Allí aprendió a aguantar el sufrimiento, a que lo colgaran de los pies, a respirar cal con la cabeza metida en una bolsa negra, a aguantar hambre, a torturar y a matar. Igual que hay albañiles o plomeros, «La Mole» aprendió a manejar e interpretar el dolor. A extraerle información. Se emociona al recordar sus misiones. «éramos sobados», dice. -Nosotros entrenábamos con los Contras y otros escuadrones de acá, en La Mosquitia. Cuando volvía de la selva me parecía al General Cabañas por la barba. -explica.
Es como si lo reviviera todo, se le llenan de alegría los ojos y sonríe. «Uy, si le contara…» -ahora se pone de pie, casi que en posición firmes y suelta, en un perfecto inglés que no sabe pronunciar, NEVER BACK DOWN, NEVER GIVE UP. mientras señala su pecho. Lo lleva escrito en la camisa.
«La Mole» nació en El Bosque a mediados de 1962. Creció al margen de la UPA y la UVA, y La Tropa Loca del barrio El Reparto y Los Stompers de Comayagüela. Con ocho o nueve años ya los identificaba pero nunca se juntó con ellos, era demasiado pequeño. Escuchaba los golpes de los altavoces en las paredes de su casita de madera detrás de la iglesia de tabla de orilla que había fundado el Padre Pereyra y allí conoció el olor de la mota. Llegaba en oleadas envuelto en rock and roll.
-Me dió por unirme a las “maritas” de estudiantes hasta que entre al Instituto Central Vicente Cáceres. El Central es uno de los colegios más grandes de Honduras, considerado patrimonio nacional por su trayectoria de más de un siglo y por ser la cuna educativa de intelectuales del calibre de ex-presidentes y músicos. De expresidentes, de músicos y de La Mole.
– Y en los ochentas ya se puso verguiada la onda con la jura, con los militares pue -aclara, haciendo un gesto que parece de vergüenza.
Pronunciarse de izquierdas entonces era peligroso, podían llamarte Sandinista o Farabundista o simplemente insurgente, y desde ese momento una sombra te perseguía. Como si la cólera de Ronald Reagan te cayera en la espalda y las patadas del General Álvarez Martínez en los huevos o los ovarios. Los Sindicatos, los movimientos estudiantiles y los cualquieras sufrieron muchas bajas: 200 más o menos hay en el papel, sólo para dar una idea. Los números en cuestiones de violación de los derechos humanos son inexactos en Honduras. No saben medir el dolor ni el rencor de la gente.
En 1982 Fredy ya había desertado del ejército y con sus amigos del colegio se reunían por el centro de Tegucigalpa. El 14 de febrero de 1982 se lanzaron a la fuente del parque central y se bautizaron como Los Mojados. No tenían muchas cosas en común -por el momento- con los que se suben al tren. Eran insolentes, peleadoras natas, fumadores de mota, malas estudiantes, hijos e hijas que piden su mesada; pero les gustaba Honduras. Defendían su pequeña porción de terreno en los barrios que «poseían».
Al principio Los Mojados no eran más de doce y tenían sus rivales: Los Pink Floyd que controlaban la zona de Punta Caliente en el barrio Buenos Aires y Los Bonnies, comandados por Omar Bonnie que marcaban y tomaban la frontera entre El Bosque y Buenos Aires.
Las pandillas se encontraban en las fiestas, en los barrios ajenos a sus grupos y en los eventos deportivos colegiales. allá donde fueran se montaban las batallitas entre los de barrio contra los de los colegios, que iban aumentando sus filas con jóvenes «de la calle» que no pertenecían a ningún instituto ni a ningún barrio.-Las «gimnasiadas» en el gimnasio Rubén Callejas Valentine -destruido por el huracán mitch en el 98- eran vergueos fijos. Pero a mí me gustaba, a mí me entrenaron para no tenerle miedo ni a la muerte. -sonríe de nuevo. La mole también sonríe.
Pero las peleas importantes, las riñas de años entre los veteranos se llevaban a un sitio mejor. Menos público y con mejores vistas. El centro recreativo La Isla -tambien borrado por el Mitch-, donde las peleas podían verse desde arriba, sobre el puente, y la derrota de los peleadores-leyenda era más humillante. Los cuchillos, los bates de baseball, las cadenas, los velocimetros -un cable de acero de dos o tres milímetros de diámetro que corta la piel- y los nunchakus eran habituales. Las armas de fuego sólo se asoman por el horizonte a medida que, de uno en uno las pandillas fueron creciendo. A las micro-pandillas se las tragaron las grandes, cumplieron su objetivo en la cadena alimenticia: Los Demonios del barrio Sipile y los Mao Mao se unieron a Los Mojados. Al final son cerca de 200 guerreros. Los Pink Floyd ya no eran rivales y solo mantienen la riña con Los Bonnies.
Las pandillas eran heterogéneas. Excelencias académicas y antecedentes penales se revolvian para dar forma a una masa que en las calles de Tegucigalpa daba pavor, eran muchos; la gente se apartaba de su camino cuando se les veía por la calle. Los Poison -que más adelante se cambiaron el nombre a Vatos Locos- contra Los Pitufos, Los Redbirds contra Los Burros, Los Mojados contra Los Burros, Los Latinos contra Los Pink Floyd, Los Latinos contra Los Mojados, La Crazy contra Los Redbirds…
-En 1984 me expulsaron del colegio, y a un montón más. Algunos salieron para formar grupos nuevos, otros volvimos al ejército y otros se fueron mojados porque la onda estaba caliente. Ya todo el mundo tenía armas y las drogas ya habían jodido a mucha gente -dice Fredy mientras enciende un cigarrillo. -yo ya sabía que la época de los conciertos de Chayanne y los bailes callejeros se había terminado. La onda ya no era para saber quien bailaba mejor, o quien era mas gallo, o quien era capaz de robarle la gorra a otro de su colegio rival para “desgraciarle el uniforme”.
Los Pink Floyd y Los Bonnies bajaron la temperatura del conflicto cuando los fronterizos -los Bonnies- mataron a Ony del barrio Buenos Aires. Los Pink Floyd lo arrastraron por el pavimento de vuelta a su territorio. La muerte de uno fue suficiente.
Los noventa. Los rockers.
La posición de los líderes es al frente, un privilegio que se gana. Donde se muestra la piel y se sangra a través de los tatuajes de Metallica, Pantera, Sepultura y Obituary. Allí los uniformes y los monogramas de los institutos ya no valen porque se rompen a la primera embestida de los contrarios. Te los arrancan ellos o te los arrancás vos, da igual.
Allá por el ´93, El Diabólico, El Chele, El Cariocas y El Tiburón ya controlaban la banda del Instituto Central, que a su vez gobernaba la mayor parte del terreno capitalino con todas sus subespecies de pandillas; los descendientes, las mutaciones de los ochenteros que invariablemente eran peores, más perros y perras.
El poder del Central se esparció por toda la ciudad a medida que expulsaban del colegio a los integrantes de las pandillas. Afuera fundaron sus propios grupos, con su estilo musical, sus ropas y su género con la gente que pertenecía a los colegios privados donde fueron a caer, en el centro de Tegucigalpa y Comayagüela: En el Instituto Monseñor Turcios “los rockeros lokos” y “Las panochas”-la única pandilla de mujeres- «que venían del Central. Esas se daban duro con los hombres. Yadira, la que las mandaba era gran loca. Podía pelearse hasta con tres» -recuerda José Luis que, desde que se calmó repara celulares.
Uno o dos morían de vez en cuando. Lo normal. Pero el fundamento del conflicto territorial era el mismo que 20 años antes: no mostrés superioridad donde no la tenés; donde solo mandan los nativos.
El pedregal, Buenos Aires, El barrio El Chile, El Sipile, El Bosque y otras colonias de Comayagüela, El instituto Gustavo Adolfo, el colegio Atlántida y el Ciencias Comerciales del centro; el Instituto Latino en la colonia Kennedy; la colonia Oscar A. Flores…«Si. Allí donde arrestaron a los dieciocheros: Scarface, al Flaco, al Duende y otros; en mayo del 2013» -agrega José Luis, a quien esté presente ya no le dice nada.
Cuando llegaron los otros, los que hablaban inglés, los que se tatuaban más, los que habían probado el sabor amargo del racismo y llevaba la segregación clavada en el paladar, «ya no pudimos pelear». O se unían, o les expulsaban del barrio o los mataban. «eso le pasó a muchos de mis amigos» -José Luis lo siente como si a él mismo lo hubieran sacado de su vecindario. Y así fue.
A partir de allí, para él y muchos otros empezó la época de las drogas, la extorsión y la muerte.
***
A Carlos “matarrata” Irias lo mataron a principios del 2013. «El Viejo». «El mero mero». Allí en la casa del Barrio Buenos Aires desde donde controlaba a pie de calle el movimiento de las drogas, sus drogas; su Cielo. Casi el mismo día mataron a su hijo en el funeral y a su mujer unas semanas después -dicen que a ella le arrancaron las uñas-. Querían su «plaza». Y se la arrebataron con todo y la vida. Le cobraron impuesto de guerra a su gente, a sus taxis, a sus trabajadores, a sus mulas…«por eso fue» -especula la gente del barrio. Ya nadie sabe quien es quien. Pero todos hablan de Dieciochos, Emeeses y Cachiros. Ahora, letra por letra, se escribe el futuro de Tegucigalpa.