Los reclusos tienen contacto con el exterior a través de la terraza. Desde allí hay una vista panorámica del parque La Concordia, adornado por los escombros que el huracán Mitch esparció en los alrededores. A lo lejos, unos sacos enormes se mueven entre las colinas de material descompuesto; los cargan personas diminutas que sólo por el movimiento se distinguen de la basura. Es imposible saber si son niños o si la distancia les hace ver pequeñitos.
Hace meses que ninguno de los presos ha visto la televisión o escuchado la radio. Unos cuantos saben leer, pero no conocen el párrafo de contexto más popular del momento:
Honduras es el país que presenta el mayor número de homicidios del planeta, 86.5,
por cada 100,000 habitantes. Posee un sistema de justicia que puede investigar
solamente el 20% de los crímenes y tiene una estructura estatal débil, donde la
corrupción florece cual enfermedad.
Tegucigalpa, en cambio, es más complicada. Una lista de datos estadísticos no puede explicar cómo el paisaje de la capital no tiene horizonte. -Cualquiera diría que esto trunca las ilusiones del que aquí vive-. Las cifras no pueden describir la cadena de montañas que cercan la ciudad y que no permiten que los ojos se pierdan en la distancia. Tampoco es posible explicar a través de números como esta ciudad tiene doble personalidad: la del día y la de la noche.
Los reclusos del centro de rehabilitación Misioneros de la Calle eran libres a todas horas, o así lo sentían. Convirtieron esta ciudad en su casa y sus calles laberínticas en su área de trabajo. Intercambiaron sonrisas con las pancartas publicitarias de los políticos, comieron del buffet acumulado en las esquinas con el paso de los días; reconocerían a ojos cerrados los cartones en los que dormían cada noche y ubican las horas en función del frío que sienten en los pies. Pero ahora “están mejor”. Eso les repiten a diario. Aunque siguen descalzos.
Belén Barahona Bustillo
Se para frente a los ventanales de tiendas de electrodomésticos que filtran dibujos animados y el reflejo de personas que caminan hacia lugares que ella no conoce ni conocerá. Si alguien le pregunta cuál fue la última vez que se sentó a comer en un lugar diferente de una acera, responde con evasivas, con una vergüenza que define la vida de la calle en Tegucigalpa.
“Mi mamá está en el cielo”. Frunce el ceño por un instante. “Fue en el hospital. Del corazón”.
Para Belén el día que esto ocurrió empezó el final de su niñez. A sus doce años ya está aprendiendo con la vulnerabilidad por maestra lo que supone ser mujer en la calle, cualidad que esconde siempre que puede. Se escabulle para ir al baño; las ropas de espantapájaros no dejan ver su cuerpo que nada tiene de apetecible, pero que sólo sobrevivirá si es invisible desde ya.
Cuando se quita el sombrerito de lana maloliente deja ver su corte de cabello. Trasquilado. Hecho a mordidas. Hasta parecer un niño lleno de ternura y astucia. Su apariencia es su escudo ante lo malo, es decir, que la violen o que la maten o que ambas cosas le sucedan, en cualquier orden.
Muchos niños han sentido ese miedo: Según el censo del año 2010 del Instituto Nacional de Estadística (INE), En Honduras, la niñez representa una mayoría significativa en la población, un 50% aproximadamente. 6,000 de ellos, según el Observatorio de los Derechos de los Niños, Niñas y jóvenes en Honduras de Casa Alianza, viven en el área de San Pedro Sula y Tegucigalpa en situaciones de riesgo; de los cuales, el 46% viven totalmente en la calle, como Belén. Expulsados de sus casas, por la pobreza, el abandono, la violencia intra-familiar y las drogas.
Tres días después de nuestra primera charla, como se temía que sucedería, Belén se esfumó. Dejó de llevar y traer drogas para los mayores; ya no se le veía inhalando ni comprando pegamento a los zapateros del mercado La Isla, ni frecuentaba los basureros en busca de comida. Sus amigos vieron como una noche se la llevaron en un pick-up. Sin embargo, ninguno parecía preocupado.
Les pasa mucho. Desaparecer.
Los resistoleros del callejón ya tenían formuladas sus hipótesis sobre el paradero de la niña: que si la secuestraron, que si se fue del país con la hermana, que si ya la mataron, que si está en el centro de rehabilitación.
En cualquier caso, ella “está mejor”, repiten una y otra vez los ex-compañeros de calle de Belén. Todos parecen tenerlo claro.
“¡Yo sé donde está!”, dijo un niño arrastrando las palabras, con la voz apagada dentro de una bolsa con pegamento.
El centro de Rehabilitación Misioneros de la Calle
La entrada principal tiene un guardia que no se ve diferente al resto de reclusos. Vigila quién entra y sale mientras lava los autobuses estacionados al lado del parque La Concordia.
En el primer piso están todos los enfermos y los ancianos, en su mayoría alcohólicos y drogadictos; señores que reposan en catres muy sucios. El recinto da a la calle, no tiene puertas. Colinda con el río y se puede ver a los internos a dos cuadras de distancia. Es como un escenario montado para dar pena.
Arriba están los demás. Se oyen clamores y una música distorsionada. El espacio empieza a apretar mientras subimos unas gradas en una penumbra intencional: “hay que ahorrar luz” dice el guía.
Poco a poco se descubre el lugar, se respira mejor a medida nos acercamos al último piso del edificio. Aquí, hay cables eléctricos expuestos, muchas puertas, trapos que cuelgan y tuberías que tejen las paredes que alguna vez fueron amarillas.
“Es por allí, suba por esas gradas”, dice nuestro conductor, mientras señala unos escalones de metal claramente desnivelados que llevan a un agujero en lo más alto de una pared. La entrada a la terraza. Es de allí de donde vienen los alaridos y la música estridente.
Los internos están reunidos, como siempre, antes del almuerzo. Hombres, mujeres y niños apiñados, con las manos en alto, gritando, llorando, rezando. Más jóvenes, pero no se ven diferentes a los ancianos moribundos del primer piso.
Una mujer dirige el culto, con la biblia en una mano y un micrófono en la otra. También está Belén, ¡vestida como niña!, esperando a que llegue la hora de la comida.
Los rostros depresivos y trémulos dominan la primera mirada que barre la terraza. Luego vienen las cicatrices, los pies descalzos con las uñas larguísimas y el humo de los fogones.
Rápidamente, empiezan a rodearnos. Cuentan sus historias, sin que se las pidan.
“Yo llevo 6 meses, ya me va a tocar salir” dice un tal David.
Todos están aquí por abusar del alcohol y de todo tipo de drogas. Los recogen en la calle.
A veces por la fuerza.
“Aquí están mejor” dice Osmán Andino, director del centro de rehabilitación. Belén también lo está, ahora que no tiene la mandíbula adormecida por el pegamento puede hablar mejor. Ahora recuerda los detalles de cómo murió su madre de un paro cardiaco.
Recuerda a su padre como un zapatero -de allí la adicción al pegamento-. Vivían en una colonia que no aguantó los azotes del río durante el huracán en 1998. Recuerda cómo mataron en el barrio Sipile a su hermana embarazada y a otros dos hermanos. “Se les salieron los sesos”, dice con cara de asco.
Lo recuerda todo.
El culto obligatorio terminó y ahora pueden comer. Belén corre entre la multitud y se une a la fila de los que cargan sus vasos y su platos. Sólo volvió una vez más para pedir un poco de dinero y preguntar si volverá a vernos algún día.
Ahora Belén está mejor.