*Por motivos de seguridad, los nombres que aparecen en esta crónica han sido modificados.
Violento, mal encarado y desafiante. Así era ‘El Loco’, un pandillero que caminaba por la colonia con una pistola bajo la camisa y con aires de grandeza. Todos conocían al tipo que extorsionaba a los comerciantes de la zona. Negocios cerrados por no asumir los pagos reclamados. Vendedores que por pagar 15.000 lps. huyeron por miedo. Daisy, modesta vendedora de tortillas supo lo que era una notificación escrita solicitando el ‘impuesto de guerra’. Sandra su hermana, ama de casa y madre de familia, experimentó ser el punto de mira de las amenazas de muerte de este individuo. Todos sabían de su reputación y le temían. Eso le hacía poderoso. Hasta que un día, ‘El Loco’ apareció ejecutado en una cuneta, con las manos atadas a la espalda y un tiro en la nuca. Su madre, Julita, juró venganza y cargó contra aquellos a quien culpaba de la muerte de su ‘angelito’.
Fátima acaba de cumplir 11 años. Piel trigueña y pelo recogido en una largo coleta. Sempiterna sonrisa en los labios. Ojos rasgados. Hace un mes su madre murió en sus brazos. Tres sicarios le descerrajaron seis tiros. La niña nunca podrá olvidar aquella noche. Sentada en una silla. Guarda silencio.
Una noche, un mes atrás, dormían cuando unos hombres irrumpieron en su patio forzando la puerta. El ruido despertó a su madre que sobresaltada sale para ver qué es lo que sucede. Uno de los hombres la amenaza de muerte pistola en mano. Fátima se acerca a su madre. “¿Qué ocurre?”, pregunta la niña. “Vete y escóndete con tu hermano”. Sandra grita pidiendo ayuda desesperadamente. Don Filiberto, su suegro, permanece en la habitación contigua pero no acudirá a sus llamadas de socorro. Le tiemblan las manos. Trata de incorporarse para tomar el machete que descansa apoyado en la pared pero el miedo le atenaza y cae sobre la cama. Allí permanece sumido en la vergüenza y en la impotencia. Se cubre el rostro con las manos. Tratando de no escuchar lo que está a punto de ocurrir.
¡PUM! ¡PUM! Dos disparos. Dos fogonazos en la noche. Dos golpes secos que hacen blanco en Sandra. Los sicarios se mueven alrededor de la mujer que permanece tendida en el piso. “¡No la mates, por favor, no la mates!”, suplica Fátima tratando de abalanzarse sobre el hombre para arrebatarle la pistola. ¡PUM! ¡PUM! ¡PUM! ¡PUM! Cuatro balazos más. La pequeña corre junto al cuerpo malherido de su madre. La sangre mana por su boca. La niña mira a los sicarios. El que portaba la pistola sonríe malévolamente antes de huir. La pequeña logra reconocer a uno de ellos. “Es un marero. El otro no lo había visto nunca, pero llevaba un águila tatuada en el pecho. Y junto a ellos iba una mujer”, hace memoria.
“¿Sabe? Aún sueño con ella todas las noches. La imagino viva. Hablo con ella”, afirma el marido que en el momento del asesinato se encontraba trabajando fuera de Tegucigalpa. Sus hijos le culpan por haber dejado sola a su madre. “¿Qué hubiese podido hacer yo? Me hubiesen matado. Ahora estaríamos los dos muertos y mis hijos serían huérfanos de padre y madre”, sentencia este obrero de la construcción que tuvo que limpiar del suelo, con sus propias manos, la sangre de la mujer a la que amó durante 13 años.
Ha pasado casi un mes desde que Sandra fuese acribillada en su propia casa. Wilfredo no habla con sus hijos de lo que ocurrió. “Ellos estaban delante. Miraron la escena. Fueron testigos. No quiero ni imaginar lo que ha supuesto para ellos”, comenta. Él no puede dejar de pensar en lo que ocurrió. Trata de buscar los motivos por los que la madre de sus hijos no puede volver a abrazar a sus pequeños. Busca culpables y en su mente siempre un nombre: Julita.
“Julita nos dijo que no íbamos a disfrutar de nuestra boda”, afirma Wilfredo. “Y fue cierto”, se lamenta recordando que su esposa fue asesinada cuatro días después de darle el ‘Sí quiero’. Julita juró que no descansaría hasta que viera muerta a Sandra y finalmente sus amenazas se cumplieron. “Fue una venganza. Su hija vive con los pandilleros. Les pidió el favor de acabar con ella y como ellos se dedican a eso no les tembló el pulso a la hora de matarla”, comenta.
El hombre mira una de las pocas fotografías que pudo sacar de la casa antes de huir con sus hijos a casa de un hermano al noreste del país. Sólo ha vuelto una vez desde el asesinato para recoger enseres. “Estoy asustado por si me sucede algo a mí”, se sincera. Se arrepiente de no haber sacado a su familia de la colonia antes de que ocurriera la desgracia. Su mujer tenía miedo. “Una noche Sandra me llamó llorando. Estaba aterrada porque Julita la dijo que lanzaría una granada contra nuestra casa para matarnos a todos”. Wilfredo recuerda las amenazas y su intento por restarles importancia. “Ocho días antes de que la mataran un vecino le advirtió de que tuviese cuidado porque podía pasar algo”, recuerda el viudo llevándose la mano a la cabeza para limpiarse el sudor.
Fátima, en su asiento, balancea los pies adelante y atrás. “Estoy feliz porque mi madre está junto a Jesús, vi como la abrazaba y la recogía junto a él”, afirma. Su hermano pequeño, Samuel, permanece en silencio. El niño no gesticula. No habla. Está ausente. “Por las noches se despierta llorando y llamando a su madre. Quiere que venga su madre, yo sólo puedo abrazarle y calmarlo diciéndole que su madre ahora está con Dios”, se sincera el padre. “Samuel, desde que falta su madre, está triste. Ha perdido la alegría. No es el mismo”. “Su madre era todo para ellos. Los bañaba. Los llevaba al colegio. Estaba dedicada en cuerpo y alma a ellos”.
Esto es una noche cualquiera de una colonia cualquiera en Honduras. En el país más violento del mundo, la media de homicidios diarios supera los 19. Nadie sabe a quién le puede tocar. Cuando cae la noche sólo queda cerrar los pestillos y rezar para que los sicarios no se detengan delante de tu puerta. Todos saben que es con la luna cuando los bebedores de sangre salen de caza.