“Un lugar de violencia terrible, una perenne y oscura guerra civil, la enésima de una tierra que no para nunca de sangrar”. Esta descripción que Roberto Saviano realiza sobre México, fácilmente podría ser un retrato de Honduras que también se encuentra inmersa en una escalada de violencia que provoca 19 víctimas diarias y lo posiciona como el país más violento del mundo, incluso por encima de algunos países en guerra.
Honduras sufre una debilidad institucional que se expresa en una elevada desconfianza en las instituciones del sector justicia y seguridad debido a la ineficacia de sus actuaciones, a los señalamientos de corrupción y abusos, al fracaso de las iniciativas de reforma, a la impunidad de quienes cometen delitos que pocas veces son llevados ante la justicia, a la subsistencia de violaciones a derechos humanos y al abandono de los sistemas penitenciarios.
Los diferentes gobiernos han apelado a políticas de seguridad que han resultado históricamente ineficaces para solucionar los problemas de criminalidad, tales como el incremento de la acción punitiva, la reducción de garantías procesales, la disminución de la edad punible para aplicar el derecho penal de adultos a niños y niñas, la privatización de la seguridad pública y la normalización del uso de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad ciudadana.
Esta inadecuada respuesta estatal ante la violencia y el delito se concreta en su desvinculación de los estándares internacionales de derechos humanos, en el empleo de la privación de la libertad como instrumento principal para la disminución de los niveles delictivos y en la utilización perversa de un discurso de mano dura en la lucha contra la violencia que genera importantes réditos políticos y electorales.
Sin embargo, en muchas ocasiones esta posición conduce a la reproducción de “lógicas de relacionamiento social fundadas en la intolerancia y la estigmatización de personas o grupos de personas, favoreciendo la aparición de casos de violencia extralegal, de los cuales son responsables los llamados grupos de ‘limpieza social’, como ‘escuadrones de la muerte’ o grupos parapoliciales y paramilitares”.
La manera errónea en que el Estado hondureño enfrenta la criminalidad nos recuerda la frase de George Bernard Shaw, en el sentido que “aunque es malo que los caníbales se coman a los misioneros, sería terrible que los misioneros se comieran a los caníbales”, y cuya simplicidad encierra una máxima que debe cumplir todo Estado que se precie democrático y de derecho: el rechazo a la idea de combatir el crimen con el crimen y de justificar la utilización de cualquier medio para acabar con la violencia.
Originalmente publicado en http://joaquinmejiarivera.blogspot.com/