Septiembre es un buen mes para darse un paseo por el barrio. El ente que nos sustenta con sus pulperías, escuelas, drogas, puestos de frutas y cuarterías; esta bestia que crece, por las invasiones que reptan sobre los cerros. Por el que algunos están dispuestos a morir o matar. «Las oportunidades aquí te salen de la nada.» dice Fernando Velásquez, mientras sigue con la mirada a una adolescente que camina por el centro comercial donde nos sentamos a pasar el tiempo.
Con esta frase Fernando intenta explicar el porqué de la prosperidad de los negocios en la colonia La Peña de Tegucigalpa. Algunos tan prósperos como ilegales. Él mismo, en el año 2012 recaudó por lo menos cinco mil dólares, ¡cinco mil!. Una cantidad inimaginable para muchos hondureños. Aquí muy pocos podrían amasar tal fortuna; el dinero se consigue de poco en poquito -salvo en casos excepcionales como el de Fernando-.
A Fernando le bastó con salir un poco de casa para darse cuenta que en este país la plata se consigue fácil, -ilegalmente, claro- sobre todo en un ambiente aglutinado por el miedo. Así fue como él a sus 23 años progresó económicamente, con el agravante de que a toda hora la parca le susurraba un elegante panegírico fúnebre, pero le iba mejor que a muchos de sus vecinos de La Peña.
En Honduras, la incertidumbre y la muerte son aceptables mientras se gane más dinero. Primera regla para el éxito exprés.
Escapó de su habitación por la tarde el día de fiestas patrias, para olvidar una pelea con su ex-novia o respirar un aire diferente. En su calle otra vida transcurre, El Callejón de la Muerte es solitario, tenebroso, muy diferente a la calle del comercio paralela a diez metros de distancia. Allí la gente se mueve como un enjambre desorientado, entrando y saliendo de los comercios que solo son superados en cantidad por los autobuses que cubren las paredes de polvo.
Fernando terminó su caminata a veinte pasos de la casa que alquila su madre y descubrió que los trances -como les llaman aquí a las oportunidades de obtener ganancias- si no los buscás te encuentran; y si a esto le sumamos el desamor juvenil que llevaba encima ya lo tenía todo para convertirse en un secuestrador temerario. En La Peña esto es lógica simple.
Frente a él estaba un viejo conocido en su silla de ruedas, justo donde decidió terminar el paseo de la tarde. El Renco recién llegaba a La Peña después de una condena de 6 años en la penitenciaría central por robo e intento de homicidio en contra de un agente de policía. Saludó a Fernando con un gesto vacío y sin hacer aspavientos le ofreció un trabajo. El Renco volvió de su encierro con ideas frescas e innovadoras para mejorar los oficios de secuestrador y ladronzuelo común.
Para evaluar las posibles complicaciones de un asalto se tiene que recorrer el lugar un par de veces, medirlo, ubicar las salidas y adivinar el promedio de personas que habrá dentro a la hora que se planea realizar el trabajo. Hay que escoger un medio de transporte: El cuñado de El Renco manejaba un taxi…una amenaza de muerte más tarde y ya tenían chofer y automóvil para transportarse en el tráfico de la ciudad. También, hay que fijar un punto de reunión. La base de operaciones de La Banda estaba en una de las tantas cuarterías de La Peña; la habitación arremolinada de El Renco con sus paredes verdes era el escondite perfecto, nadie entraría en ese lugar sin un motivo de vida o muerte.
Por último tuvieron que ampliar la planilla. Kevin, el mejor amigo de Fernando, entró porque tenía ideas, contactos para próximos trabajos; y necesitaban otro gatillero. Kike, sería el encargado de entrenar a los jóvenes que aspiran pertenecer al Grupo, aparte de cumplir otras funciones bélicas menores como tirar, empujar, golpear, escupir, desnudar, tocar o gritarle a cualquiera que no haga lo que se le pide durante un atraco.
La ópera prima de La Banda fue el robo a un vendedor de lotería en un mini-supermercado de La Peña.
«Al principio, lo primero que te invade es la duda, tenes muchas cosas que pensar». Cuenta Fernando.
«Justo antes de entrar viene el miedo, después vas como en piloto automático, sin pensar, sin sentir nada. Las cosas pasan rápido. Cuando terminábamos volvíamos a la casa del Renco, y allí nos repartimos el billete».
Poco a poco perfeccionaron sus técnicas, aprendieron a tomar lo que no era suyo, a moverse velozmente y a transformarse en ciudadanos comunes, en plena calle, como si fueran superhéroes de historieta.
Los Aspirantes
Los días que le siguen a los atracos eran de juerga, más relajados. Días de guaro y de prostitutas. El siguiente trabajo ya se estaba cocinando en la cabeza del Renco; todos acordaron hundirse en alcohol y esperar a tener misión nueva. Todos esperaban excepto Kevin, que saboreaba la adrenalina de las tareas diarias, las cosas pequeñas del día a día: Robo de celulares, asaltos en autobuses, relojes, cámaras, gorras, billeteras…básicamente cualquier cosa que tenga valor. Era un buen plan para suavizar el impacto de la fiesta post-asalto en su balanza contable.
El dinero nunca debe dejar de llegar, segunda regla para el éxito.
La Banda era la máxima aspiración de los jóvenes -casi niños- del barrio que daban sus primeros pasitos en el submundo de las drogas. Les admiraban por su porte y altanería, sobre todo a Fernando que era el bravo del Grupo. El de pocas palabras. Enfurruñado. Constantemente los peques solicitaban a Kevin participar en sus fechorías. Querían dinero, drogas y un poco del poder que exhalaban los calibres .38 y .380 que escondían entre el pantalón y la piel curtida de la espalda.
Después de probar lealtad realizando unas cuantas tareas sencillas, las crías de delincuente empezaban su adiestramiento con Kike. Les enseñaba a pulir las armas, a dispararlas y a quererlas. Esta era la iniciación, que terminaba cuando probaban su valentía en la en la oficina, con clientes reales en situaciones inesperadas, en las calles de Tegucigalpa. Si no llenaban las expectativas El Grupo les rechazaba contundentemente.
Kevin y Fernando les sacaban de paseo por la colonia Residencial Plaza, el lugar habitual de trabajo para los asaltos de poca monta. Las víctimas eran las personas que caminaban solitarias y parejas desprevenidas que se sientan en las bancas de la colonia.
Fernando dirigía a los chicos en su primer asalto. “Es necesario mantener el temple”, les decía. Hay que meter miedo con frases estudiadas, reclamar obediencia con autoridad, dejar claro que lo que están haciendo no son pajas y que se está dispuestos a joder a cualquiera que no haga lo que se le pide. Después de esto los pupilos están por su cuenta; salen a competir en un mercado hostil con un adiestramiento deficiente. Pasan a formar parte del manojo de pequeñas herramientas que aumentan el margen de utilidad de La Banda.
«Casi siempre, a los que asaltábamos ni siquiera les apuntaba con el arma, solo se las mostraba y me quedaba observando como los chavitos les sacaban todo», confiesa Fernando. Dirige los ojos al suelo. Como si la gente pudiera oler su vergüenza.
«A veces lloraban, a veces se quedaban mudos, a veces inmóviles. La primera frase que les decía siempre era: “¡vaya pues! pilas. Saquen todo lo de valor y no digan nada. Soy hombre de pocas palabras…” la gente siempre entiende el mensaje. Cuando los nuevos ya estaban listos solo les esperábamos en el taxi y les llevábamos de vuelta al barrio. A repartir ganancias y quemar lo que no servía».
El negocio está en lo exprés
«Ese día en el cuarto de El Renco la cosa se puso fea. Todos sacaron sus armas y yo pensé que se iba a armar un tiroteo». Un ademán de alivio le divide el rostro a la mitad; Fernando intenta describir cómo terminó el día en que intentaron el primer secuestro exprés. Fue una jornada de improvisación y aprendizaje. En los secuestros el ruido de las emociones se diluye en una infusión tibia de adrenalina. Ofusca. Planificar para eso es casi imposible.
Los Jefes esbozaron el borrador mental del plan de acción para el secuestro, y hasta allí llegó la preparación: Kike trabajó para la empresa X en la ciudad de San Pedro Sula, en el departamento de Cortés; los dueños de X viven en Tegucigalpa y tienen mucho dinero. Punto.
Llamaron a la puerta del apartamento de los dueños de X.
***
Casi con cada trabajo La Banda aumentaba el número de sus asociados. El nuevo integrante, Mario, también era agente de otra banda que en La Peña tiene múltiples nombres: La Chota, La Animala, La Jura, La Dirección General de Investigación Criminal (DGIC)…, Todos, apelativos para el recelo y el miedo. El miedo a hurtadillas. En voz baja. El miedo allá vienen.
«Mario nos consiguió los chalecos antibalas, las placas de agente de policía y algunas armas. Llegamos vestidos con los uniformes y todo; otro como fiscal, más formal. Les dijimos que investigábamos a un empleado de su empresa acusado de robo. Así nos dejaron pasar», Fernando apresura los detalles.
«En la sala de estar les encañonamos, les mentimos otra vez, pero a punta de pistola, dijimos que en realidad les investigabamos por tráfico de drogas, que tenían que cooperar con nosotros y nos dieran sus billeteras para revisar sus identificaciones». Los aprendices hacían un festival de electrodomésticos en los recintos contiguos. Llenaron los autos con pantallas planas, laptops y joyas. Fernando, Kike y Kevin siguieron con el teatro:
«¿Qué es esto?, les dije, mostrándoles una bolsita que yo había llenado con talcos, de esos para bebé. Allí se pusieron cagados». Los dueños de X se dieron cuenta que no eran policías, al menos no de los buenos.
«Les pedimos las contraseñas de sus tarjetas de débito y a mi me tocó sacar el dinero mientras los otros les retuvieron en el apartamento». Para entonces los dueños de la empresa X ya sabrían lo que La Banda tramaba.
«La cagada fue que no había nada, las tarjetas estaban vacías. Allí, me puse cagado yo». Dice, con la expresión helada que seguramente tenía entonces.
«Pensé que no me iban a creer, que pensarían que yo me había robado el dinero. Lo que hice fue que les dije que se quedaran con mi parte de los televisores, las compus y las joyas. Quería que vieran que no me interesaba hacerles una mala jugada. En esas cosas yo soy correcto.
Por eso no nos agarramos a tiros, aunque, el resentimiento quedó dentro». Fernando termina la historia de ese día y no hablará más.