Por Antonio Pampliega (R21)
Los afganos pueden carecer de muchas cosas; pero esas mismas carencias les hacen agudizar su ingenio para poder salir adelante en un mundo demasiado hostil, quizás incluso despiadado y que no les da tregua en sus penurias. Y es que cuando el estómago ruge con fuerza con algo hay que acallar ese desgarrador grito de hambruna. Azma y Shaid son un buen ejemplo de ello. Estos dos primos de Kabul son unos herederos muy dignos de nuestro Lazarillo de Tormes. Su aspecto se asemeja bastante con el protagonista del inmortal relato. Sucios, descarados, sin vergüenza a nada ni a nadie, pero sobre todo se asemejan en sus ganas de superación y de prosperar. A pesar de su corta edad –tienen 10 años– ya saben que la vida no les va a regalar absolutamente nada y menos en Afganistán; y por eso llevan más de tres años buscándose las castañas en una ciudad donde los niños son un cero a la izquierda. No les importan a nadie; y nadie apuesta por darles un futuro lejos de las calles… Naciones Unidas calcula que en Afganistán hay más de 600.000 niños callejeros.
“Son niños que no tienen la posibilidad de ir a la escuela porque sus familias necesitan los ingresos que consiguen trabajando. Venta ambulante, reparación de coches, limpiacristales en alguna esquina, trabajando en algún oficio que no le desearías ni a tu peor enemigo”, afirma Nazar Mohammed, uno de los responsables de la ONG Aschiana (Nido, en dari- idioma oficial de Afganistán).
Azma y Shaid, que jamás han ido al colegio y no saben escribir ni siquiera su nombre sin cometer alguna falta de ortografía, se han convertido en pequeños empresarios. Estos tiernos infantes han tenido la brillante idea de hacer un negocio con un viejo bote de hojalata agujereado en la base, unos carboncillos y un poco de incienso. Sabedores de uno de los puntos débiles de sus paisanos –la superstición– han montado su pequeño negocio vendiendo humo a los demás. Se entremezclan entre los peatones que andan despreocupados por las calles de Kabul y en una décima de segundo se plantan delante de alguien que está desprevenido y le rocían con el humo procedente del incienso quemado… Con esto pueden sacarse unos dos euros al día. “No es un buen trabajo pero tenemos hambre y necesitamos el dinero”. La función, según dicen ellos, es “dar protección”. “Este humo que rociamos a las personas es una cosa santa. Lo hacemos para expulsar a los malos espíritus que nos amenazan en esta vida”, afirma Shaid.
“Estos niños son el futuro de nuestro país. De ellos dependerá que Afganistán, el día de mañana pueda dejar atrás el umbral de la pobreza, tres décadas de guerra y consiga prosperar… Pero mientras estos niños sigan siendo obligados a trabajar y no tengan la oportunidad de ir a la escuela; estamos desperdiciando nuestro propio futuro”, sentencia Nazar Mohammed.
Azma y Shaid solo tienen diez años, pero en su corta vida no han conocido más que un país en guerra. Una guerra que no entienden y que se les escapa. Dos atentados suicidas a la semana, bombardeos indiscriminados contra la población civil… El horror no es una emoción; pero ese mismo horror es con el que han aprendido a convivir todos los niños afganos en estas últimas décadas. Un horror muy presente en sus dibujos o en sus juegos, donde se persiguen con pistolas imaginarias haciendo que son malos o buenos, talibanes o soldados de la OTAN. Por eso no debe sorprender que a la hora de preguntar a uno de estos niños por su futuro su simple respuesta sea: “Nunca pienso en el futuro, ¿para qué? Soy pobre y mi futuro no me deparará nada. Sólo vivo al día”. Que esa respuesta salga de labios de un niño que apenas levanta un palmo del suelo desmonta cualquier argumento y deja en papel mojado cualquier excusa de por qué el dinero de los países donantes se destina a la maquinaria de guerra y no a la educación de los 600.000 niños que vagan por las calles de Kabul o de cualquier otra remota ciudad de este país centroasiático.
Aprender a ser felices. La fundación Aschiana es uno de esos pocos oasis que aún tienen estos niños para aferrarse a un futuro lejos de la marginalidad. “Aquí los niños que trabajan en la calle pueden venir a aprender a leer y a escribir, a dibujar, a estudiar inglés, a jugar con los ordenadores o simplemente a ser felices… que para eso son niños”, sentencia Yousef Mohammed, director de esta ONG que tiene más de una docena de centros en todo el país.
Aschiana, fundada en 1995, se estableció en Afganistán con la intención de ayudar a todos esos niños que vagaban por las calles con un futuro incierto. En sus más de quince años de vida esta organización ha dado cobijo y prestado ayuda a más de 50.000 niños. “Afganistán ha cambiado muy poco en estos últimos 15 años; los niños siguen estando desprotegidos. Todos los días hay secuestros de niños de la calle; las mafias los capturan para prostituirlos, para abusar sexualmente de ellos o incluso para vendérselos a la insurgencia que los utilizarán, a la postre, como niños soldados para luchar contra las tropas de la OTAN”, afirma apenado el director del centro.
Esta ONG se ha convertido en el refugio de más de 7.500 niños en todo el país. Una especie de comadrona a gran escala que les ofrece alternativas. “La mayoría de niños que acuden a nosotros pertenecen a familias muy pobres o son huérfanos… Aquí les ayudamos a salir adelante. Estos niños tienen un potencial que pasa desapercibido al gobierno de Karzai y a los países occidentales; sólo les tienes que dar la oportunidad de demostrarlo”, confirma Yousef Mohammed.
Pero en Afganistán es difícil que se te presente una segunda oportunidad. En un contexto tan hostil como éste lo único que importa es uno mismo y nadie se preocupa por el prójimo… Mientras, Azma y Shaid continuarán recorriendo las polvorientas calles de la capital en busca de nuevos clientes a los que proteger de espíritus malignos. Un pequeño negocio. Un negocio que han montado dos niños de diez años a los que les espera un futuro más que incierto en un país en eterno conflicto.