En su más reciente comunicado, la Comisión Multinacional de la Alianza por la Paz y la Justicia señaló que “la adopción de medidas inadecuadas en materia de seguridad y justicia tiene un alto costo humano y profundiza los niveles de victimización”.
Como nos lo demuestra la experiencia en los países de la región azotados por la violencia criminal, el involucramiento de las fuerzas armadas en tareas de seguridad interna crea más problemas de los que resuelve.
Un ejemplo claro son los recientes hechos delictivos en los que los militares se han involucrado. El 27 de septiembre 4 policías y 12 militares en estado de ebriedad hirieron de bala a 3 habitantes del municipio de Wampusirpe en la Mosquitia.
El 30 de septiembre, efectivos militares participaron en el desalojo de 400 miembros del pueblo Garífuna de la comunidad de Barra Vieja, violentando sus derechos ancestrales sobre la propiedad colectiva de sus tierras.
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El mismo 30 de septiembre se conocieron los actos de tortura cometidos por miembros de la Policía Militar en contra de dos trabajadores de la mina artesanal de la aldea San Juan de Arriba, ubicada en el municipio del Corpus en Choluteca.
El 1 de octubre, miembros de la Policía Militar atacaron a tiros a una unidad de transporte público en Tegucigalpa que no se detuvo ante un retén, provocando que 4 personas resultaran heridas.
Dichos ejemplos son apenas una muestra de los graves problemas que se nos vienen con los militares en las calles, ya que ven en el ciudadano un enemigo a quien eliminar y no a una persona cuya dignidad deben respetar y defender.
Es un grave error creer que con un curso de 1 o 2 meses se les cambiará la mentalidad de guerra a esos mismos soldados que cometieron graves violaciones a derechos humanos durante los años 80 y durante el golpe de Estado.
Si bien no se puede ignorar que hay escenarios donde los grupos criminales adquieren un poder de fuego y un control territorial que no es posible contrarrestar solo con las capacidades policiales, sea por su debilidad o por su penetración criminal, tal y como sucede en Honduras.
Pero las intervenciones de los militares en tareas de seguridad ciudadana deben ser excepcionales, acotadas y transitorias, bajo el más amplio control civil, judicial y parlamentario, y acompañadas de una pronta estrategia de salida que garantice el progresivo reemplazo de las fuerzas armadas por el servicio policial y por el resto del aparato judicial, educativo y de salud.
Esto implica reconocer que la violencia no se reduce a un problema de seguridad pública, sino que está asociada con múltiples factores de desigualdad social, económica y política, y que se sustenta en estructuras de desigualdad y dominación que golpean a los más pobres.
Originalmente publicado en http://joaquinmejiarivera.blogspot.com/