*Por motivos de seguridad, los nombres que aparecen en esta crónica han sido modificados.
“Cuando desperté tenía la cremallera del pantalón bajada y el botón de la blusa roto. Parecía que me había peleado con alguien”, recuerda entre lágrimas Yajaida, de dieciséis años. Regresaba de la pulpería cuando un hombre la asaltó en mitad de la calle; la llevó a unas gradas y abusó de ella. Corrió y corrió lo más deprisa que pudo pensado que tal vez así la realidad no podría darle alcance pero los fantasmas también corren… y muchas veces son más rápidos que uno mismo. “Llegué a casa de mi hermana, estaba muerta de miedo, lloraba… pero no tuve valor de confesar que me habían violado. Mentí.
Mentí por miedo. Dije que me había peleado con una niña en el colegio, se avergüenza al recordar su actitud casi dos años después.
La joven sostiene a Camila y besa su frente. Su bebé tiene nueve meses. Es el único consuelo de aquella desgracia. La pequeña es su fuerza motriz; su única razón para seguir luchando. “He tratado muchas veces de escapar de casa pero no tengo a donde ir. Mis padres, mi hermano, mis vecinos… todos usan la violación contra mí, me lo echan en cara. Me atacan. Me humillan. Para mí, volver a pasar por lo mismo una y otra vez es muy duro. ”, llora sin encontrar consuelo. “Es algo que quiero olvidar”, sentencia sorbiéndose la nariz y limpiándose los ojos con el dorso de la mano.
En Honduras, solamente el año pasado, se produjeron más de 2,000 denuncias de delitos cometidos contra menores. En Tegucigalpa se recibieron 1,184, mientras que en San Pedro Sula (la segunda ciudad más grande del país) hubo 750. Según el informe de Casa Alianza, publicado en mayo de 2012 se habían recibido 300 denuncias de abuso sexual en la fiscalía de la niñez, sólo ese mes. Este organismo estima que sólo se denuncian un 1% de los casos de abusos sexuales sobre menores.
“Me entristece pensar que ya nunca podré entregar mi ‘pureza’ a la persona con la que quiero compartir mi vida, porque me la han robado”, rompe a llorar.
Yajaida se ha visto obligada a dejar los estudios |
Yajaida, por culpa del miedo y de la desesperación, acudió en tres ocasiones a urgencias con una sola idea en la cabeza, abortar. “Pregunté a la doctora cómo podía perder al bebé, pero me respondió que allí solo salvan vidas”, recuerda avergonzada. “Fui a una clínica privada y me respondieron lo mismo; así que compré muchas pastillas y me las tomé, pero no logré abortar”, afirma la muchacha haciendo una larga pausa y recordando esa etapa de su vida que tuvo que afrontar sola. “Cuando estaba embarazada de ocho meses pensé en dar a mi hija en adopción en una Iglesia pero cuando di a luz se me fueron todos mis miedos y, no, no me arrepiento de haberla tenido”.
La niña vive junto con su pequeña, sus padres y su hermano en la colonia Tres de mayo; uno de los muchos sumideros que abrazan la ciudad de Tegucigalpa. Hacinada en una casa de madera carcomida por la podredumbre, sus sueños e ilusiones se marchitan al mismo ritmo que su inocencia. “Siempre soñé con ir a la universidad para poder estudiar Comercio. Trabajar. Tener mi casa. Mi familia… Todos esos sueños… uffffff…”, las lágrimas vuelven a aflorar y la muchacha hace una pausa. Toma aire y mira al cielo en busca de una respuesta que nadie le va a dar. “… quizás los pueda cumplir algún día”. ¿Qué sería del Ser Humano sin los sueños?
La impunidad es el sustantivo que más se ha extendido en Honduras. Los agresores, en la mayoría de las ocasiones, no son condenados por sus actos, tampoco en el caso de abusos sobre niños. Según un informe del Comisionado Nacional de los Derechos Humanos (CONADEH), ocho de cada diez delitos quedan en la impunidad por falta de investigación. Violar, en Honduras, se ha convertido en un pasatiempo. “Es un problema más común de lo que se cree y que aumenta de manera alarmante”, denuncia Ada Doblado, psicóloga en el proyecto Rescate. “El mayor número de casos se dan a partir de los ocho años hasta la adolescencia”, incide la psicóloga.
Padres. Padrastros. Tíos. Abuelos. Vecinos. Muchos de los agresores son personas cercanas a la víctima que se han sabido ganar la confianza del menor para poder abusar de él. “Son personas que dentro de la formación de su sexualidad tienen una distorsión, pero no son enfermos mentales, saben muy bien lo que hace”, denuncia Doblado a Revistazo.
Su violador, y padre de su hija, nunca puso un pie en la cárcel. Nunca fue a testificar. Ni siquiera le hicieron pruebas de ADN para demostrar que es el padre biológico de la pequeña, lo que supondría su culpabilidad y, enfrentarse a una condena, mínima, de 10 años de prisión. “No voy a seguir buscando justicia… ¿para qué seguir peleando? Ya me cansé de ver cómo todo el mundo me humilla”, se sincera. La justicia de Honduras la dio la espalda y la abandonó; pero la puñalada más honda se la clavó su propia madre al no creer su historia… “Traté de ocultar todo lo que puede mi embarazo, pero a los siete meses tenía una tripa enorme y acabé confesando. Pero ya era tarde, nadie me creyó, ni me ayudaron”.
Tímidos rayos de luz se cuelan por la ventana de la habitación. La cara de Yajaida permanece oculta por las sombras. Sostiene a la pequeña en su regazo. La niña, de brazos regordetes, se muestra inquieta. “Es traviesa y bien enojada”, afirma su orgullosa madre mientras trata de colocarla para la fotografía. “Tengo pesadillas por la noche pensando que me roban a mi niña y que se la llevan a él para matarla”, se sincera la muchacha abrazando, más fuerte si cabe, a Camila.
La historia de Yajaida es la misma que la de cientos de adolescentes hondureñas que son violadas |