Eran las 6:25 pm del 24 de marzo de 1980.
El pastor oficiaba misa en la capilla del Hospital de la Divina Providencia y se disponía a celebrar el sacramento de la reconciliación.
De pronto, una certera bala de un experto francotirador atravesó su corazón.
Monseñor Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, cayó así abatido frente al altar de la iglesia.
Las investigaciones posteriores indicaron que su asesino fue el subsargento Mario Samayoa, de la desparecida Guardia Nacional de El Salvador.
Al momento de ser asesinado frente al altar. |
Samayoa era miembro del equipo de seguridad del ex presidente salvadoreño, coronel Arturo Armando Molina.
Versiones periodísticas identificaron después al mayor Roberto D’Aubuisson de haber dado la orden de asesinar a Romero.
A D’Aubuisson (1944-1992) de le vinculó también por crear los escuadrones de la muerte y fundar el Partido Alianza Republicana Nacionalista (ARENA). En 1983 fue presidente de la Asamblea Constituyente y era hijo de un inmigrante francés.
D’Aubuisson, además, fue el primer candidato presidencial salvadoreño por ARENA en |1984, las que perdió ante el democristiano José Napoleón Duarte, del que fue un férreo opositor.
MAGNICIDIO
El 12 de Marzo de 1977 la Guardia Nacional asesinó al sacerdote jesuita Rutilio Grande y ese crimen cambió la vida de Romero, quien se dedicó a denunciar los abusos contra los derechos humanos y acciones inhumanas de los escuadrones de la muerte y de otras fuerzas paramilitares, supuestamente bajo el mando de D’Aubuisson.
En enero de 1980, el obispo escribió al presidente Jimmy Carter para pedirle detener la ayuda económica y militar de Estados Unidos a El Salvador.
En su carta, señaló que la asistencia estadounidense era utilizada para oprimir al pueblo.
Recalcó asimismo que Washington debía entender que las fuerzas armadas estaban a favor de la oligarquía en cometer brutalidades contra la población.
Por esa acción, el religioso recibió innumerables amenazas de muerte.
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El 23 de marzo de 1980, siendo un Domingo de Ramos, monseñor Romero celebró misa en la Catedral de San Salvador y, en su homilía, invitó al pueblo a unirse a la lucha contra las fuerzas armadas y la junta militar que gobernaba El Salvador.
Así dirigió su mensaje a los soldados, guardias, policías e integrantes de los escuadrones de la muerte.
«Hermanos: son de nuestro mismo pueblo, matan a sus hermanos campesinos y antes de una orden que da un hombre, debe prevalecer la ley de Dios, que dice ´’no matarás’.
Les indicó que “ningún soldado está obligado a obedecer una orden en contra de la ley de Dios. Nadie tiene que cumplir una ley inmoral. Ya es hora de que recuperen su conciencia y que obedezcan a su conciencia antes que a la orden del pecado”.
Finalmente les expresó: “en el nombre de Dios, en el nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo, les ruego, les suplico, les ordeno cesar la represión”.
Horas después de pronunciar su homilía, Romero murió sin reconciliarse con el gobierno militar, al que siempre demandó que no siguiera matando sacerdotes ni campesinos inocentes.
Entierro en la catedral de San Salvador. |
En su funeral los agentes estatales provocaron disturbios y terror. Cientos de personas en la Plaza Libertad, situada contigua a la catedral, fueron asesinadas por los militares y la Guardia Nacional al intentar impedir las honras fúnebres del líder católico.
Al concluir el entierro, los cadáveres quedaron en el lugar, así como también gran cantidad de zapatos, bolsas y anteojos de los asistentes que huyeron aterrorizados.
De la misma forma en que murió Romero cayeron más de 75.000 ciudadanos en una guerra civil que se extendió por 14 años en El Salvador y afectó a las restantes naciones de Centroamérica.