El tatuador callejero es un imaginador de bajo presupuesto. Transforma números en barcos piratas, salvatruchas en elaborados tribales polinesios y dieSiocheros en personas comunes e inofensivas. A veces la piel se resiste, pero siempre deja lugar para más y más tinta. Dos milímetros debajo de la primera capa de piel se encuentra la redención. El tatuador callejero logra que los objetos cotidianos muten y se conviertan en su principal herramienta de trabajo: una cuchara, agujas para coser, una bobina de un juguete viejo, hilo, alambres y un transformador de voltaje de un teléfono celular…
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Milton.
«Tenemos que ser fantasmas, mudos e invisibles en nuestros propios barrios, nos escondemos de la policía y los mareros; está claro que no quiero convertirme en comida de zopilote, así que mejor que no nos crucemos».
Milton camina por la calle cubierto de pies a cabezapese a los 39 centígrados que aplastan el centro de Tegucigalpa. El acoso constante de las miradas conservadoras de los transeúntes le obliga a bajar la mirada y contar los ladrillos de la acera; «Así vivo la vida», dice esbozando una sonrisa de autocompasión.
Tiene en la mirada las marcas invisibles de un pasado difícil. Tatuajes que le cubren la mitad del rostro y muchas otras partes del cuerpo. En total son más de 30 dibujos. Cada uno en representación de un hecho concreto.
“Un paso bueno o un paso malo en la vida, hay que ponerlo en la piel para recordarlo”.
Y así recuerda su vida.
“Mi ida pa los estados unidos fue un poco clavo para mis padres, fueron ellos los que me ayudaron a cruzar, yo estaba muy pequeño, tenía solo 2 años y crucé con los papeles de un niño americano. Ellos fueron los que sufrieron cruzando los estados en México, la selva y todo eso. Desde chiquito me gustó el arte, yo dibujaba mucho y empecé a aprender la técnica del tattoo viendo como me tatuaban mis amigos. Cuando pude me compre una maquina y ya. Empecé a tatuar como a los once o doce años, tratando de estudiar esto porque la verdad uno no deja de aprender cosas, es como en la escuela. Aprendí en negros. Si hacia una cagada no se podía ver bien. Después tuve unos problemas y me deportaron”.
Se mueve entre la gente como una sombra, tímido y con voluntad de pasar desapercibido, pero al llegar al estudio donde trabaja se convierte en un pavo real, se quita la camisa que no deja ver su historia de vida y encuentra un lugar donde los tatuajes son piezas artísticas en si mismas y no se preguntan ni el barrio al pertenecen ni el motivo por el que llegaron.
“El problema son los policías, como chingan; que quieren dinero por aquí, que mordida por allá, me bajan del taxi, no encuentran ni un dieciocho ni un trece ni una letra mala y aun así joden. Me da miedo que me agarren y me lleven a un lugar oscuro y me metan un plomazo, sin ser delincuente”.
Le pasa muy seguido. El miedo.
“Por eso tengo que ponerme maquillaje en la cara siempre. Ya me cansé de que me jodan tanto”
La necesidad de un futuro y una guerra civil llenaron los vagones del tren de la resignación con migrantes que se dirigieron a los Estados Unidos y a punta de comer mierda dedujeron que el antónimo de segregación es unión.
Los pandilleros perdieron la batalla contra el sistema que los obligo a cambiar de familia, de amigos y hasta de vida. Al tatuarse, básicamente, perdieron la libertad. Pero ya estaban unidos y entonces mataron robaron, traficaron, extorsionaron o simplemente trabajaron honradamente y luego los deportaron de vuelta a Centroamérica.
En su vieja casa, algunos mejoraron sus métodos para robar, extorsionar, traficar y matar. Se descentralizaron y evolucionaron hacia una estructura de terror que intenta ser destruida por las políticas de mano dura sin soñar con conseguirlo. La represión cae entonces sobre los sectores desprotegidos de la sociedad, convirtiendo el intento fallido en un proceso de limpieza social.
Los tatuajes que una vez formaron parte de un movimiento de resistencia por la propia identidad en los callejones de Los Ángeles, se pierden ahora entre capas de tinta de mala calidad en los rincones menos conocidos de los barrios marginales de Tegucigalpa. La lucha por pertenecer ya solo significa supervivencia y sus preciosos estigmas se borran con genéricos diseños salidos de una revista de tatuajes antiguos.
Sus tatuajes se convirtieron en estigmas y sentencias de muerte.
Milton añora Los Ángeles.
“La onda de Los Ángeles es un mundo muy diferente que el de Honduras. La diferencia es que…bueno, las historias que crearon los mareros aquí en el pasado que asesinaban a cualquier persona…allá eso no se hace; allá siempre tiene un señor mas alto que lo domina y lo manda, se pide permiso para todo sino se lo quiebran a usted, no se puede matar a cualquiera. Y encima de eso, las maras están muy controladas por manes más grandes que las maras”.
“Allá todo se divide por su raza, por calles, bloques, números y sus colores. Allá como corre el agua es muy diferente que la de aquí; Si usté no es marero se junta con las gentes normales, que le dicen “los paisas”. Si usté es marero, donde yo estaba, se tiene que juntar con los sureños 13 o los norteños 14 que entre ellos tienen riña. También se puede dividir todo por comunidades, hay comunidades de negros, otras que solo hay latinos o solo gringos. La verdad todo es racismo allá, aunque siempre va a encontrar gente buena; no importa si son negros, morados o anaranjados, siempre hay alguien que le echa una mano”.
Pero no tiró la toalla.
“La verdad es que cualquier cosa sirve para trabajar.Para cumplir con el trabajo del tatuaje ya sea un diseño en piel nueva o un cover up se puede usar cualquier tipo de máquina, ya sea “hechiza” o profesional, solo que con las hechizas tarda más uno y es menos higiénico”.
Milton siempre ha encontrado los medios para comprar maquinas profesionales y mantener un estudio. Su capacidad de supervivencia lo impulsa -según él- hacia donde está el dinero.
Tatúa, diseña tarjetas y vende sus agujas usadas a la subespecie de tatuadores artesanales que limita su trabajo a los barrios más oscuros de la ciudad.
Isaac.
“Me llamo Isaac, soy de aquí de Buenos Aires, mucho gusto”.
Isaac compra por 30 lempiras las agujas usadas que Milton debería desechar e intenta adaptarlas a sus maquinas “hechizas”. Alguna vez ha probado en su propia piel a enrollar un poco de hilo en una aguja de coser para que retenga el ácido de batería y punto a punto le dé forma al diseño que previamente ha dibujado con un bolígrafo común.
Buenos Aires es un barrio de jóvenes flacos con cara de muertos.Un día colina refugio de la clase media y alta de Tegucigalpa transformado ahora en revoltijo de casas en construcción, ruinas de un pasado mejor, que se hunde atravesado por cientos de callejones, esquinas y escalinatas repletas de basura, vida y muerte.
Durante el día es una fiesta de vendedores de frutas, niños jugando a las canicas, taxistas, vendedores de películas piratas y estudiantes.
Por la noche sus únicas sombras son unos pocos drogadictos valientes que sólo movidos por la necesidad de meterse más mierda se pierden por allí, apartándose a una esquina cuando los cuatro por cuatro de cristales tintados de los extraños que vienen a comprar llegan con prisas y miedo a buscar su dosis de coca.
“El viejo”, como llaman al narco que controla la zona, es dueño de taxis, de negocios y de muchas personitas que se dedican a distribuir sus productos por esta zona de la ciudad. Cualquiera que intente vender drogas en su radio de acción se encontrará en pocos días con una motocicleta frente a su casa desde la que un par de sicarios vestidos de policía le darán luz verde.
Los jóvenes del barrio consumen drogas. Las más vendidas: la marihuana y la cocaína. Alguna vez, cuenta Isaac decepcionado, ha visto adolescentes intercambiando sexo oral por una piedra de crack en plena calle.
Isaac tatúa en la habitación que mantiene en un rincón del barrio. Vive con su madre y no deja de mirarse en el espejo mientras habla. Es aficionado al culturismo, guapo y carismático. Su habitación lo confirma. Solo tiene su cama, un banco con muchas pesas y recuerdos de cuando intentó hacer el servicio militar.
Coge un guacal y lo llena de agua en la pila que comparte con los inquilinos a los que su familia les alquila unos cuartitos. Enciende la radiograbadora, amontona toda su ropa en un rincón de la cama para hacerle espacio al cliente y toma asiento en el banco de pesas para no trabajar de rodillas.
El cliente pide un león. Sin pensarlo mucho comienza a dibujar directo sobre la piel; no necesita referencias. Seguramente almacena muchas imágenes en su cabeza y de allí lo saca. Amarra las agujas al clip que funciona como barra en la maquina, conecta el transformador de voltaje y comienza la larga sesión.
Le toma 3 o 4 horas lo que con una maquina profesional haría en una; no le preocupa no usar guantes, “uste no tiene sida ¿va chiqui?” le pregunta al cliente de dieciséis años y así se tranquiliza. Tampoco parece molestarle la mosca que se posa sobre el tatuaje. Todo es una oportunidad para sonreír y gastar bromas: “¿se baño chiqui? Mire como lo persiguen las moscas”.
“Antes los tatuajes que se hacían con esa técnica eran simples y muy pequeños; la gente se ponía las iniciales de su nombre entre comillas o se tatuaban tres puntos”.
Antes significa cuando –me atrevo a decir- no se asociaban estos inofensivos puntitos con la trinidad de los mareros o La vida loca.
En 1994 sus ganas de entender un poco de todo le llevaron a preguntarle a un amigo qué piezas necesitaba para construir una maquina de tatuajes. Dos semanas después estaba listo para comenzar su periodo de aprendizaje. Pidiendo consejos a los ex-convictos de su cuadra para la fabricación de tintas y otro tipo de maquinas más potentes.
Luego pasó a la experimentación en su propia piel. Aprendió de su propio dolor.
Para él, los tatuajes son una actividad extrema. Aún no había entendido lo que significa tener que pedirle permiso al “guardia” del barrio para poder entrar. Tampoco que el tatuaje que se va a hacer debe ser aprobado por el líder de la pandilla.
“Mi primera máquina la hice con un cepillo de dientes, de esos eléctricos. El tattoo carcelario es el más común compa. Ese se elabora con materiales accesibles, puede tener un motorcito de una radiograbadora, un vaivén, que es un switch de prender y apagar; es todo un proceso, se puede usar cuerda de guitarra o un clip al que se adapta una aguja. Yo uso tinta de ferretería, porque es barata y me dura bastante, pero en la cárcel se hace diferente. Con hule, o con rasuradoras desechables. Se queman, y se les pone un plato encima, el humo sube y llega hasta el plato y todo lo que se pega se raspa después con una especie de punta. El hollín este se pone en un recipiente y se mezcla…esto se puede escuchar un poco fuerte pero es así, se mezcla con orina, yo creo que es porque contiene potasio; después todo esto se mezcla con shampoo de la marca esta Vo5. Pero solo la persona que se va a tatuar puede usarla”.
Isaac es un “mil usos”, de esos que saben hacer de todo. Alguna vez caminando por el barrio nos topamos con alguien que quería que le hiciera un corte de cabello y otro que le dibujara la tarea del colegio, otro que le reconectara la energía porque le cortaron el servicio.
De vez en cuando tiene que trabajar un pez koi o un hada, el retrato de un bebe, una abuela o el nombre de una madre.
Pero los tatuajes más exigentes son los que solicitan los pandilleros y los ex-mareros. Los “pesetiados”, como les dice él. Dejar a la imaginación la transformación de sus marcas no es trabajo sencillo. Se necesita mucha cabeza para convertir unas letras MS del tamaño de una espalda en un perfecto tribal Maorí; o un 18 en una tortuga Celta.
Para hacer un tatuaje a un marero o ex-marero “hay que seguir un procedimiento, no se puede llegar y rayar así como así” –advierte días antes de su experiencia en el mercado.
“A veces tengo que trabajar con mareros que se retiraron, que se quieren borrar lo que andan y que saben que les puede reventar clavo. Yo lo hago. Pero solo por ayudarles. Les estoy salvando de que los maten por andar esas ondas en la piel. El problema a veces no son los mismos mareros, porque para para pesetiarse creo que hay que pedir permiso, pero los chepos fijo se los quiebran donde los agarren”.
Los mareros que quieren desertar no piden mucho. Lo que sea que les quite sus tatuajes y no les haga ver como pandilleros sirve: papel de lija, una plancha al rojo vivo, acido de la batería de un auto o cualquier otro método medieval de autoflagelación cumplen la misión. La idea es esconder sus lienzos de piel, no permitir que la sociedad siga arrinconándolos y no seguir viviendo como reptiles en cautiverio en sus propios hogares.
“Solo piden cubrir los números que andan, o a veces sus letras. La onda es que todos sus tatuajes son bien grandes y llevan chamba. A veces se los quieren quitar ellos solos pero les queda peor, como quemaduras, bien horrible. Una vez le cubrí uno a un loco, ese estuvo bueno porque me lo saque de la cabeza, no tenia diseño y tuve que ingeniármelas con la forma que tenía el semejante dieciocho; le hice un barco pirata, porque entre el uno y el ocho tenía unos espacios que parecían los palos esos del barco”.
Caminar con él es como caminar con el alcalde de la ciudad. Todo el mundo lo conoce, se la pasa saludando a los vecinos y de vez en cuando suelta un “Dios le bendiga” a uno que no ha visto nunca.
Tiene calle. Podría moverse sin problema en el ambiente más hostil.De hecho, eso fue lo que evitó que lo mataran un día de septiembre cuando lo secuestraron unos “clientes” y se lo llevaron a su destroyer -una casa que pertenece a los pandilleros- en el mercado.
Un día le pareció ver un auto negro que se estacionaba a media cuadra de distancia cada vez que se movía de lugar. Primero pensó que era una simple paranoia. Caminó 100 metros más, solo para probar, y el carro se movió de nuevo.
“No quise asustar a mis amigos, así que no dije nada, solo me despedí de ellos”.
Caminó un poco más y al ver que el auto lo seguía intentó correr. Así cuenta lo que sucedió después.
“¡Vos! ¡No hagas eso! ¡parate!” .O me agarran hoy o me agarran mañana, pensó para si mismo.
“¿Que pasa compa? Voy para mi casa”.
“Subite mejor. Y ponete esto en la cabeza”. Una bolsa de tela negra.
Cuando se quitó la capucha, el cuarto estaba oscuro. La diferencia la marcó el cambio de actitud de las personas con las que estaba. Ya no contaban chistes ni hablaban de comprar arroz chino “pal bajón” como cuando iban en el carro.
Sin decir nada le dieron cuantas patadas pudieron darle en tan reducido espacio corporal…eso sin contar el AK-47 -que logro ver después-y que como si fuera una galleta le rompió una costilla.
“Nos vendiste ¿va? ¡Perro!”.
“Nombe compa, yo no hice na…”. Patada.
“¿Por qué llevaste a la jura al barrio? ¡Contesta!”.Patada.
“Nombe compa, yo…”. Kalashnikov.
“¡habla! Que te va a salir peor”.
“Nombe compa, solo quería ayudar, de verdad que no lo hice de mala fe. Mi amigo solo quería hacer un reportaje, pero sobre tatuajes.
No queremos echarle clavo a nadie”.
“Encendé la luz, que nos mire este culero. Así nos va a decir la verdad”.
“Es la verdad compa, de cora se lo digo. Ese man no es jura”. Encendieron la luz.
“Puta, ¿Sos vos? No puede ser, Isaac ¿Sos vos?. ¡puta! ¿Cómo me haces esto?”.
¿Pecas?… ¡pecas!, puchá pecas, vos me conocés“. Inmediatamente se lanza a los pies de su verdugo.“Vos sabés que yo no haría una onda así. Vos sabes que yo no soy basura, me conoces de la iglesia, somos hermanos viejito”.
“Puta, como viniste a cagarte en todo”.
“Vos sabes que no estoy mintiendo, esa onda no era nada, solo queríamos ayudar y tomarle fotos a los tatuajes. Pero no queríamos echarle clavo a nadie. Nosotros les pedíamos que se cubrieran la cara a la hora de grabar. Por eso no había clavo”.
“Esa onda no podes hacerla, no metiste a pedos. ¿Estás diciendo la verdad?”.
“Pucha loco, no es paja. Es la neta”.
“No queremos ver a nadie con cámaras en el barrio, ¿oíste?, ni cerca del barrio”.
“Si compa, ya no vuelvo a hacer esa onda”.
“Mira, si no hubieras sido vos, quien sabe…ta bueno, te vamos a dejar ir”.
“Gracias alerito, gracias. Vos sabes que no te estoy pajiando”.
“Pero te vamos a pedir algo a cambio. Mira que mi alero se quiere tatuar, se lo vas a tener que hacer vos”.