Siempre me hace eco lo que un diputado de carrera me compartió: “la corrupción no nos afecta electoralmente”, procediendo a explicarme que su base clientelar de pobres no tiene dentro de su lista de necesidades castigar a los corruptos.
Esto no quiere decir que las personas de escasos recursos económicos no reconozcan la corrupción como un problema o que tengan menos niveles de moralidad. Simplemente, en las condiciones en que viven es natural canjear su voto por comida, una chamba o algo de dinero para pasar el momento.
La última encuesta LAPOP de la Universidad de Vanderbilt muestra la tragedia de cientos de miles de hondureños. En el año 2019, el 40% de los hogares hondureños consultados reportó quedarse sin alimentos en los tres meses previos a la encuesta y el 30% de los adultos dejó de comer un tiempo de comida por falta de dinero. Paradójicamente este mismo segmento de la población es el que está más satisfechos con la democracia hondureña.
Qué tiene que ver todo esto con el pleito del nuevo Código Penal, se preguntarán. Sencillo, a los grandes sectores empobrecidos no les afecta el Código Penal, o mejor dicho, no está en la lista de sus problemas de sobrevivencia. La campaña contra el Código se ha realizado principalmente en las ciudades, a través de redes sociales, con la participación mayoritaria de jóvenes y profesionales de clase media para arriba. No lo tomen a mal, el movimiento ha servido para mantener el tema de la impunidad en la agenda pública. Sin embargo, no está en la agenda política escuchar y atender las demandas sociales de un sector que electoralmente no pinta.
Como es de conocimiento público los más férreos promotores del nuevo Código Penal son los mismos diputados y diputadas que han sido denunciados o investigados por actos de corrupción. Al revisar más detenidamente los departamentos que representan, vemos que provienen de las regiones más pobres y postergados del país como Lempira, Intibucá, La Paz, Valle, Choluteca y El Paraíso. Coincidentemente, estas mismas regiones muestran la mayor participación electoral del país, según el estudio de Democracia y Cultura Política en Honduras del Instituto Universitario en Democracia, Seguridad y Paz (IUDPAS) de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH) -para rematar, es el voto más duro.
En conclusión, a la coalición de diputados y diputadas promotoras del nuevo Código Penal, no les produce ningún daño electoral aprobar un ordenamiento jurídico altamente controversial, porque al final del día saben que sus votos están asegurados en sus feudos electorales. La realidad es que la pobreza tiene cara de voto.
Después de más de veinte años desde que se ratificó la Convención Interamericana contra la Corrupción (CICC) en 1998 –la punta de lanza del movimiento anticorrupción-; después de la creación de fiscalías especializadas contra la corrupción; después del Tribunal Superior de Cuentas (TSC) como ente que determina el enriquecimiento ilícito; después de la aprobación de la Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública (LTAIP); y, después del establecimiento de la Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH), los hondureños tenemos más frustraciones que éxitos cuando se trata de reducción de la corrupción.
Las próximas elecciones serán cruciales para determinar el continuismo de la corrupción o una nueva ruta de justicia e inclusión social. Pero para eso, los que estamos cómodos en las ciudades, los que hemos tenido la oportunidad de tener una educación, los que nos gusta vernos en las redes sociales o pasar en hoteles resolviendo los problemas del país, tenemos que salir de nuestra zona de confort e ir a las regiones más pobres para hacerles saber a nuestros paisanos que su voto vale más –y que su diputado y diputada nunca le permitirá salir de la pobreza porque vive de la misma. Sin duda, tendremos que aliarnos con políticos que verdaderamente quieren un cambio y no solo una oportunidad para robar y seguir empobreciendo. Algo diferente que no hemos hecho en estos últimos veinte años.