Cuando suceden escándalos de corrupción en las compras públicas, todos los ojos se
vuelcan en los perpetuadores, sus maquinaciones y las redes familiares, políticas o
económicas que participan, pero muy pocos ojos le prestan atención a las causas y los
facilitadores.
Estos últimos cuatro meses hemos sido testigos presenciales de lo frágil y vulnerable que
es la contratación pública, algo que ya sabíamos con hacer memoria de los grandes
escándalos que han azotado al país en la última década, pero que en tiempos de COVID19 obviamente se magnifican más por el efecto directo en las vidas de las personas.
A pesar que el problema de la ineficiencia y corrupción en las compras públicas es bien
conocido, nada de lo que se ha hecho ha tenido impacto. Se nombran juntas
interventoras, se disuelven entidades como el Fondo Vial, se hace un intento de investigar
y castigar a los corruptos o como ha sido el caso reciente de la Comisión Permanente de
Contingencias (COPECO) e Inversión Estratégica de Honduras (INVEST-H), se nombran
nuevas cabezas en un intento de un “borrón y cuenta nueva”.
Por más de 20 años se ha querido ver el problema como un asunto meramente técnico. La
cooperación internacional ha gastado millones de dólares apoyando la aprobación de la Ley
de Contratación Pública en el gobierno de Ricardo Maduro Joest; el fortalecimiento de la
Oficina Nacional de Compras y Adquisiciones del Estado (ONCAE) y el portal
HonduCompras, durante el gobierno de José Manuel Zelaya; la aprobación de la Ley de
Compras Electrónicas en el gobierno de Porfirio Lobo Sosa; y más recientemente, en
trasparentar las alianzas públicas-privadas en el gobierno de Juan Orlando Hernández.
El meollo del asunto es que, ante todo, se necesita resolver el problema político de las
compras y contrataciones estatales. Algo que ni cooperantes u organizaciones de sociedad
civil han podido revertir o logrado incidir. El problema político es mucho más complejo que
el técnico, no solo se trata de políticos que buscan financiar sus campañas o llenar sus
bolsillos, también hay empresarios que quieren mantener suculentos contratos, privilegios
o mercados cautivos. Pero también está la dinámica autoritaria del presidencialismo
hondureño que en momentos de emergencia concentra aún más poder.
Como se ha visto en la compra de los ventiladores pulmonares sin tomar en cuenta los
requerimientos técnicos y las condiciones de los hospitales o la adquisición de hospitales
móviles utilizando un vendedor de dudosa reputación, las decisiones en torno a las compras
de emergencia han sido altamente discrecionales. En una administración pública en donde
la toma de decisión se basa en lealtades personales, en vez de méritos o capacidades, se
producen fuertes incentivos para que los funcionarios y empleados públicos actúan
fundamentalmente para proteger y avanzar sus posiciones políticas, en vez de adherirse al
mandato legal. Por eso, no nos debe de sorprender que Marco Bográn no consultó con el
consejo directivo antes de adjudicar las compras.
En fin, la personalización del poder es el obstáculo más crítico que tiene Honduras para
reparar las quebradas y vapuleadas compras de emergencia. En la ausencia de efectivos
controles, incluyendo contrapesos institucionales y políticos, el presidente Juan Orlando
Hernández es el único que puede hacer los correctivos en las compras de emergencia. La
gran interrogante es si podrá prescindir del poder, fáctico y formal, dejando a los expertos
y técnicos trabajar; y a la vez, controlando influencias indebidas de políticos y empresarios
inescrupulosos.
Por el momento, es prácticamente imposible que el gobierno garantice que no habrá más
corrupción en las compras de emergencia, pues simple y sencillamente, los riesgos y
oportunidades están muy latentes.